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Investigación en Ciencias Sociales y Humanidades


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Manuel Ferrer Muñoz. La rebelión de la gente

Me siento parte de ese colectivo –‘gente’- al que se refiere con desprecio el portavoz de Unidas Podemos en el Congreso de Diputados de España, el doctor Pablo Echenique, consciente de que nuestra estulticia reclama ese esfuerzo pedagógico que él y sus amigas despliegan con tanta insistencia como mal gusto y estilo tabernario, para abrirnos la mente a porrazos con sus gritos y sus dicterios y hacernos entender así dónde están y quiénes son los malos.

La verdad, los que componemos esa chusma, gente despreciada por la chillona y descarada nueva casta, agradeceremos que nos dejen en paz y que renuncien a martillearnos con sus consignas y los grititos mitineros de personajillos de segunda como Irene Montero o Ione Belarra y sus acólitas, encaramadas a un gobierno de ‘coalición’ tan cohesionado que sistemáticamente se dedican unos y otros a asestarse puñaladas y a descalificar las acciones y omisiones de la otra parte. Ese patético matrimonio de conveniencia sostiene en un equilibro cada día más precario al frente del ejecutivo a un tal Sánchez, que ha traicionado a todos –incluida su propia formación política y un electorado al que prometió que nunca gobernaría con Podemos-, para aferrarse al poder que detenta y seguir siendo el ‘palico de la gaita’. Ese matrimonio de conveniencia no culmina en divorcio porque socialistas y podemitas saben que, tras la ruptura, llegará el desalojo de la Moncloa.

Esta gente chusca y obtusa, de la que formo parte, comparte la indignación de una joven trabajadora agrícola andaluza que, a través de las redes sociales, ha manifestado su hastío de las ‘feministas iluminadas’ que no han pisado el campo y que, desde su acomodada situación de pijas y desde la atalaya de sus privilegios de casta y desde el desconocimiento radical de la España de carne y hueso, predican la liberación de la mujer campesina.

La gente idiota e ignorante con la que me identifico apenas aguanta la risa cuando oye las prédicas de Pablo Iglesias, ese enajenado que ejerció de vicepresidente de gobierno opositor de su propio gobierno –una original versión de la dialéctica marxiana-, y que nada hizo sino propaganda barata durante los meses que aguantó en su ejercicio de payaso de circo y en su fracasado experimento de hombre de Estado. Obsesionado ahora con los empresarios exitosos del país, ha llegado a afear al presidente de Mercadona que en esa cadena de supermercados se vendieran naranjas de origen sudafricano en noviembre de 2021 (sí, noviembre y sí, 2021: estamos en 2023, recuerden), sin reflexionar sobre la circunstancia no desdeñable –bien conocida por la gente necia e iletrada a la que pertenezco- de que no siempre se cosechan naranjas en España durante la estación invernal.

A la gente ruda y lerda a la que, sin embargo, no ha abandonado el sentido común, le cuesta entender cómo puede promover el diálogo social un gobierno (siempre con minúsculas) que, cuando habla de los empresarios, agota los insultos del diccionario de la Real Academia Española: antipatriotas, no comprometidos con su país, piratas, cerriles… La gente boba, iletrada, se plantea el interrogante de si el reproche es un mecanismo apto para acercar posturas y fomentar el entendimiento entre empresarios y sindicatos, y se pregunta también cómo se vería desde la calle a un gobierno que, en su condición de árbitro, criticara y denigrara hasta el ensañamiento a los líderes sindicales, contraparte imprescindible también del diálogo social. Esa misma gente vulgar, socarrona, ride sotto i baffi (se sonríe con malicia) cuando oye decir a esos ilustrados mamarrachos que los Países Bajos constituyen un paraíso fiscal.

El pequeño y simpático disparate sobre las características del sistema impositivo de los Países Bajos, en que no incurriría un estudiante de primer curso de Ciencias Económicas, es atribuible al excesivo quehacer a que se ve sometido el director de orquesta de esta pandilla de presuntos músicos para tapar los mayúsculos y vergonzosos escándalos de corrupción en que se ha visto implicado uno de los suyos, que, en su extraordinario talento para delinquir, organizó una trama que involucra a políticos y empresarios, en la que los primeros vendían favores con la oferta del cóctel perfecto para tentar voluntades tibias: dinero, prostitución, drogas.

La gente de a pie, gente simple por definición, se hace cruces cuando le cuentan algunas de las ocurrencias del proyecto de ley de protección, derechos y bienestar  de los animales con el que el sabio legislador quiere devolver a los animalitos al paraíso original del que nunca debieron ser expulsados: por ejemplo, la obligatoriedad de que las personas que opten a ser titulares de perros realicen un curso formativo al efecto, y de que realicen un test en que se valore su aptitud para desenvolverse en el ámbito social… A fin de cuentas, cabe preguntarse: ¿cómo van a ser titulares de derechos los animales, si no tienen obligaciones? ¿No será que los inspiradores de esa normativa se atascaron en primero de Derecho? Así mostró su asombro ante ese proyecto de ley uno de los nuestros (gente corriente y moliente, que vive en contacto con la naturaleza): «¿Por qué no se puede matar a un ratón que entra dentro de una casa? Las ratas son seres sintientes. ¿Qué van a hacer los productores de cereales con la plaga de ratones?  […] Con esta ley van a lograr que haya muchos más animales abandonados que antes. A mi perro, que lo tengo para proteger a los demás animales del lobo, ¿cómo lo considero? Me hace compañía y es guardián. Lo importante es cuidar de él y no maltratarlo y para eso no hacen falta leyes. Todos conocemos la diferencia».

Por eso, porque la gente sencilla y llana tiene ojos en la cara, vuelve la espalda a los visionarios que, instalados en sus torres de marfil y desconocedores del mundo real, legislan sobre lo que ignoran y dan la espalda al que sabe, al hombre común, al profesional competente, al jurista experto en leyes, a la persona cabal que no necesita la coerción para actuar con honradez.

Por eso la gente, cansada de los manipuladores que se presentan como curanderos de todos los males imaginables, empieza a dar señales de rebeldía. ¿Estaremos en vísperas de una Revolución que reponga las cosas en el orden que reclama la sensatez?

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Manuel Ferrer Muñoz. Las buenas gentes y la gentuza

De la mano de los políticos –mano traicionera donde las haya- se ha puesto de moda en España hablar de la gente de bien, lo que implica por fuerza admitir la presencia de gente torcida, incluso rematadamente mala (nada nuevo bajo el sol: ¿para qué, si no, están las cárceles, tan concurridas en el día de hoy?): y unos arremeten contra otros y se dan de trompicones, cuando un entero país hace aguas porque un grupito de fanáticos se ha propuesto reestructurar la sociedad en torno a absurdos contravalores con los que se sojuzga a los alelados ciudadanos por medio de disposiciones coercitivas.

Ciertamente, pretender que esa ciudadanía -menospreciada, ignorada y perpleja- constituya una masa amorfa e indiferenciada constituye una grave equivocación; porque, guste o no a los señores que viven de la política –es decir del cuento y, si se puede, del enriquecimiento ilícito-, agrade o no a los alumbradores de leyes esperpénticas –como la recién aprobada ‘ley trans’-, hay gente buena y gente perversa. Lo vemos en el día a día. Así como es grato encontrarse a buena gente, que mira a los ojos, comparte alegrías, se solidariza con quienes afrontan situaciones dolorosas, resulta incómoda la lidia con gentes de la hierba mala que, como modernos inquisidores, desprecian y pisotean a los que no les bailan el agua, y con los envidiosos y cotillas, los presuntuosos, los superficiales, los violentos y los machistas, los tramposos, los ladrones y rapaces…

Entre los de la hierba mala ocupan el primer lugar aquéllos que deliberadamente desprecian el orden natural para imponer sus ideas particulares y remodelar toda una sociedad en función de sus caprichos. Aberraciones como las leyes sobre el aborto y la eutanasia y determinadas disposiciones sobre la igualdad de las personas ‘trans’ han salido adelante por el empeño de unos cuantos y el apocamiento de muchos, incapaces de mantener la coherencia con unos principios que abandonaron, temerosos ante la inquietante perspectiva de la pérdida de votos: estos cobardes también son la mala hierba, aunque no tengan tan mala leche como los primeros.

El daño se multiplica cuando a la perversión intrínseca de los contenidos de algunas iniciativas legales se suman la incompetencia del legislador y su obcecada negativa a escuchar tanto a los órganos jurídicos establecidos para velar por la corrección formal de las leyes, como a los profesionales de los sectores que van a verse afectados por aquellas normativas.

Los resultados saltan a la vista: más de noventa mil abortos practicados en España en 2021; suicidios de personas gravemente enfermas propiciados por la sanidad pública; rebajas de condenas y excarcelaciones de delincuentes sexuales tras la entrada en vigor de la llamada ley del ‘sí es sí’; adolescentes de dieciséis años que, sin permiso paterno, acuden a abortar o deciden cambiar de sexo (paradójicamente se les exige ese permiso para asuntos de menor trascendencia, como el acceso a salas o locales de fiesta donde se vendan y consuman bebidas alcohólicas). A propósito de la ‘ley trans’ cabría preguntarse en virtud de qué lógica se concede la capacidad jurídica a menores que carecen de la imprescindible capacidad psicobiológica para entrar en un bucle catastrófico e irreversible (cito aquí a un prestigioso y experimentado psiquiatra que asienta su crítica a ese despropósito legal en su práctica profesional de más de cuarenta años).

Pero hay también gentuza de segundo orden, con los que nos tropezamos a diario: chiquilicuatres arrogantes que se meten donde no les llaman, que se frotan las manos cuando huelen sangre y se regodean cobardemente en insultos que lanzan desde falsos perfiles a través de las redes sociales; pedantes insoportables, arrogantes, incapaces de contemplar la lejana posibilidad de que alguno de sus juicios pueda, alguna vez, no ser del todo acertado; adolescentes, matones de oficio que aterrorizan a compañeros de escuela, secundados por viles soplapollas que corean sus bravuconadas; envidiosos del buen hacer ajeno que espían sus acciones y omisiones por si se ofrece alguna vía para la maledicencia; mujeres y hombres amargados que vierten sus frustraciones cuando llegan a sus hogares, sin ojos para mirar al marido, a la esposa o a los hijos, y con larga lista de reclamos en mano…

Si la enumeración de casos de la hierba mala es tan extensa, nos queda el consuelo de que abunda más la hierba buena (no hablo de la hierbabuena, que conste): aquellos que, sin ruido ni alharacas se desgastan cada día en trabajos extenuantes por amor a los suyos; madres de familia que a hora y a deshora dan el pecho a sus bebés y aguantan estoicas y sonrientes las impertinencias de sus hijos adolescentes; niños amorosos que acuden a besar a sus padres o a sus hermanitos si los ven afligidos, tristes; tantísimos médicos y enfermeros, empleados de la limpieza, maestros, bomberos, peones agrícolas, matronas, desempleados, camareros, sacerdotes, funcionarios, obreros, militares, hasta guardias civiles y algunos que otros sindicalistas y políticos –pocos en verdad-, que rechazaron dinero sucio, omitieron insultos al adversario, patearon las calles de sus pueblos y se mezclaron con los demás ciudadanos sin intereses electorales de por medio.

Nos queda la esperanza, la seguridad de que las tormentas son pasajeras, el convencimiento de que el viento arrastra el sucio polvo. La plaga que padecemos se remediará. Y sus propagadores ¡no pasarán!

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Manuel Ferrer Muñoz. ¿Es posible construir la verdad con mentiras?

La mentira es tan vieja como la humanidad. No en vano Satanás, considerado el padre de la mentira, fue quien lisonjeó la estúpida soberbia de Adán y Eva con la falsa promesa de que, si comían el fruto prohibido, serían como Dios. Y, con el engaño vino la caída y la expulsión del Paraíso. Pero el hombre y la mujer, alejados de su Creador, no tardaron en cobijarse bajo las alas del Gran Farsante, y se convirtieron en alumnos aventajados de tan hábil maestro. La mentira empezó a rodar por el mundo y no ha parado de dar vueltas. Cada generación ha sido más mentirosa que la precedente, y así hasta nuestros días.

Los envoltorios en que se nos presenta la mentira suelen ser tan atractivos que resulta difícil resistirse a la tentación de recurrir a ella para obtener alguna ventaja o perjudicar a quien no queremos. Y, sin embargo, la habilidad para hacer pasar lo falso como verdadero no es patrimonio universal; de ahí el célebre dicho: “antes se pilla a un mentiroso que a un cojo”. El miedo a que se descubra la falsedad de lo que afirmamos o negamos, con las consiguientes incómodas consecuencias, ha dado alas a los expertos en ‘mentirología’ para perfeccionar los mecanismos y los disfraces con que hacen pasar por verdad lo que es embuste.

Si el siglo XX alumbró a ilustres mentirólogos, la centuria que le siguió no se ha quedado a la zaga. Los herederos de aquellos sabios no tardaron en comprender la ventaja que proporcionaban las nuevas tecnologías a sus intenciones mendaces, e Internet se convirtió en el gran recurso para que sus discípulos, previamente aleccionados, pusieran en circulación noticias falsas –fake news– cobijadas en apariencias de verdad capaces de confundir a los usuarios comunes. Ante la gravedad de esa pandemia y la dificultad para contrarrestar tanta desinformación, se han puesto en marcha proyectos de ‘alfabetización mediática’ que, todavía, se encuentran en mantillas.

Lanzada la piedra a las aguas en calma de esa realidad paralela que es Internet, la onda expansiva se propaga por inercia. Y, si en esa ceremonia de la confusión intervienen varias personas concertadas, desde medios y órganos políticos o periodísticos aparentemente independientes, la generación del caos es sólo cuestión de tiempo.

Traemos hoy a esta columna un ejemplo paradigmático del recurso a las fake news para excitar la indignación de aquellos sectores de la sociedad española que contemplan con alarma el auge de la inmigración de personas indocumentadas, particularmente de aquélla que proviene de países africanos de mayoría musulmana.

En 2020 circuló en las redes sociales y a través de la mensajería instantánea un vídeo que muestra la agresividad con que un joven negro se dirige al altar donde se estaba celebrando misa, increpa al sacerdote oficiante y al diácono que le asiste, golpea al primero en la cara, arroja al suelo algunos objetos sagrados y se lleva el misal de altar.

La mujer que presta voz al vídeo afirma con rotundidad que ese suceso se dio en una parroquia de Canarias, y da por supuesto que el autor de esos actos de violencia es un inmigrante ‘ilegal’ y que la noticia de lo ocurrido no se vería en los telediarios, porque resulta más cómodo mirar para otro lado y negar la realidad de la inmigración ‘ilegal’.

No tardó en probarse que se trataba de una manipulación. El vídeo fue grabado el 7 de noviembre de 2020 durante una misa celebrada en la catedral de la Inmaculada Concepción –en Georgetown, Guyana- por el obispo diocesano. Un diario local (Demerara Waves), que dio cuenta de los hechos, avanzó la hipótesis de que el asaltante padeciera una enfermedad mental, y añadió que personas con ese tipo de trastornos y algunos indigentes ingresaban a veces al interior de la catedral o merodeaban por los alrededores del templo.

Y, a pesar de que en su momento fue desactivada esa perversa tergiversación de un suceso acaecido en la otra orilla del Atlántico, tres años después volvió a circular el vídeo por Internet, con intención de embaucar a gente prejuiciosa y crédula, atemorizada por el peligro del ‘incontrolado’ flujo de ‘ilegales’ que llegan a suelo español desde las costas del norte y noroeste de África.

La ocasión para retomar el mentiroso bulo fue el ataque a dos iglesias de Algeciras(Cádiz) por parte de un joven marroquí, desequilibrado mentalmente y pendiente de que se ejecutara la orden de expulsión que había recibido por su permanencia ilegal en España. La muerte de un sacristán y las heridas recibidas por un sacerdote alimentaron un estado de ánimo exaltado ante el peligro yihadista, que fue aprovechado para criminalizar a la inmigración musulmana y acusar al Gobierno de patrocinar la ‘inmigración ilegal’.

Ciertamente es lamentable la agresión padecida por esas personas inocentes, una de las cuales pagó con su vida el fanatismo religioso de un chiflado. Pero es indigno recurrir al engaño para ¿prevenir? la repetición de acontecimientos tan terribles. Flaco servicio han prestado los instigadores de esa contaminación de las redes con noticias falsas a quienes proponen medidas más severas para el control fronterizo.

Muchas mentiras juntas no construyen una verdad. Con el tiempo, y a pesar de la profesionalidad de los mentirólogos, se desenmascara al embustero… aun cuando tal vez se tarde más en ponerlo en evidencia que en descubrir el trastabilleo del cojo del refrán.

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Manuel Ferrer Muñoz. Civilizar la sociedad, despolitizándola

Todavía hiere mi retina la ridícula, cosmética y postiza pose de un sonriente y simpático presidente de Gobierno, rodeado de encantadores viejecitos. Jugaban éstos beatíficamente a la petanca en un parque acordonado por la Policía del extrarradio de una ciudad castellana, temblando por el frío invernal, a la hora en que el resto del mundo estaba comiendo en sus casas, calentito, cuando acertó a pasar por allí, casualmente, ese ocioso y campechano presidente de Gobierno.

Después se supo que muchos de los amables ancianitos eran falsos jubilados, pertenecientes a la organización política que lidera aquel presidente de Gobierno; algunos de ellos ocupaban cargos en la estructura organizativa del Partido Socialista Obrero Español, mientras otros habían sido concejales por ese partido del municipio de Coslada, donde se produjo tan idílico encuentro.

Tan patético montaje fue exhibido como un encuentro fortuito que propició esa camaradería confianzuda entre un líder mundial, que acababa de regresar de la Conferencia de Davos, y un grupo de abueletes que no escatimó elogios a la habilidad con que ese político magnánimo se desenvuelve en el idioma de Shakespeare, y a su talento innato para el juego de la petanca. Tan emotiva debió de ser esa casual y feliz chiripa, que el digno y conmovedor presidente de Gobierno quiso registrar sus tiernos sentimientos en Twiter: “tras defender en Davos que aquellos que más tienen, más paguen, he pasado un rato entrañable con un grupo de pensionistas de Coslada”.

El político repartesonrisas envuelto en ropajes civiles remeda al lobo disfrazado de oveja de los cuentos infantiles, que busca sacar urgente provecho de la ingenuidad del prójimo, consciente de que cada vez son menos los electores que se dejan seducir por las hipócritas y siempre incumplidas promesas de candidatos en campaña. Afortunadamente, ya no cuela esa pantomima, únicamente aplaudida por los mismos escenógrafos y actores del teatrillo con que se pretende engañar a la ciudadanía.

El político profesional ha perdido todo su crédito en España y en la mayoría de los países del mundo. Y por eso corresponde a los ciudadanos la ingente tarea de desmontar la farsa y de dar la espalda a una ‘casta’ aprovechada y corrupta: tan corrupta y aprovechada, que los mismos que en sus primeros escarceos como formación política denunciaban ese ambiente viciado han sucumbido a sus encantos. Podemos ser tan sucios y desvergonzados como ellos, adoptando la mentira como enseña, despreciando a aquellos irredentos cuya simple mirada nos incomoda, disfrutando de las comodidades reservadas a esa rancia y envidiable estirpe antes vilipendiada y ahora respetable.

En nombre de la gobernabilidad se traicionan todos los ideales, se actúa de espaldas a la ética más elemental, se invoca el derecho de la mujer a decidir sobre su cuerpo para justificar la muerte de cien mil fetos en un solo año (sólo en España), con la trampa dialéctica de llamar interrupción del embarazo al asesinato de inocentes.

En nombre de una fantasmagórica Agenda 2030 y con el concurso de unos medios de comunicación a los que se ha atiborrado de dinero extraído del bolsillo de los contribuyentes se cuestiona la misma naturaleza del ser humano, con el deliberado propósito de alumbrar un nuevo hombre y una nueva mujer, amorales, desencarnados, desancorados del sentido de la familia: en último término, se aspira a la fusión hombre-máquina para deificar el resultado de ese engendro, que es la meta del transhumanismo.

La complicidad de la clase política con ese programa deshumanizador emplaza a la sociedad civil a movilizarse para preservar lo que aún no ha sido contaminado. Ese reto implica la certeza de que los tontos útiles, cooperadores de esos agentes políticos que obran exclusivamente persiguiendo su propio interés, denunciarán, acosarán, ridiculizarán a quienes rechacen los nuevos dogmas, con los adjetivos al uso: negacionistas, conservadores, retrógrados, fanáticos.

Pero más allá de los despreciables adjetivos se halla lo sustantivo: la coherencia con las propias convicciones, el respeto a la libertad de los demás, el empeño por preservar el tesoro de la familia, el amor conyugal, la satisfacción por el trabajo llevado a cabo con pasión y compromiso, el hondo sentido de la justicia en las relaciones sociales.

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Manuel Ferrer Muñoz. El crepúsculo

Hace mucho tiempo que sigo la pista de Mario Vargas Llosa, cuya valía como escritor me cautivó en la medida en que fui leyendo sus novelas, algunas de las cuales, como La ciudad y los perros, Los cachorrosLituma en los Andes me causaron en su momento una honda impresión.

Pero, aparte el talento de Vargas Llosa como literato o sus controvertidos puntos de vista en política, antagónicos de los socialismos que pugnan por abrirse camino en América Latina, me interesa mucho el personaje, el enigmático ser humano que subyace bajo una careta de aparente frialdad, compatible con un carácter educado y afable y una notable aptitud para las relaciones públicas que, sin embargo, deja traslucir un dejo de melancolía, arrepentimiento e insatisfacción, eco tal vez de una vida clavada en una dulce y oscura tristeza que todo lo embebe, aunque quiera disimularse.

Tampoco entiendo que Vargas Llosa y García Márquez, tan disímiles en las formas y en el fondo –más europeo y racional el primero, “palurdo de pueblo” el segundo, según propia confesión-, llegaran a ser amigos, aunque después, tras el famoso puñetazo en el ojo, se distanciaran; ni alcanzo a explicarme el porqué de la sorprendente candidatura de Vargas Llosa a la Presidencia del Perú en 1990, tan sólo comprensible en el contexto de un país que desde entonces ha visto encumbrarse a la más alta autoridad de la nación a las personalidades más rocambolescas.

Pero no vengo a hablarles de García Márquez ni de Vargas Llosa, y menos de Isabel Preysler, sino de la lectura que he ido haciendo estos últimos días de la historia de desamor (¿hubo alguna vez verdadero amor en esa relación?) que ambos –Preysler y Vargas- han protagonizado, en la medida en que esa experiencia decepcionante constituye un paradigma del desesperado e inútil intento del ser humano por perpetuarse en el goce de una constante satisfacción que ayude a sepultar recuerdos de un pasado lejano que sí se sustentó en un enamoramiento de veras.

El mismo Vargas Llosa develó esas claves en uno de sus últimos escritos, Los vientos, un relato sobre la soledad que probablemente traduce de modo anticipado su propia decepción amorosa y su nostalgia por Carmen Patricia, madre de sus tres hijos y el amor de la juventud y madurez que llenó su vida de una felicidad dilapidada después por esa desidia que impide a los seres humanos preservar lo que de verdad es valioso. ¿Quién no descubre en la mujer por la que el protagonista de Los vientos había abandonado a Carmencita, su amor de toda una vida, a la Isabel atractiva y encantadora, “reina de corazones”, amiga de la sociedad farandulera, que encandiló al escritor hispanoperuano?, ¿qué contenido autobiográfico tendrá ese relato de la vida de un hombre que se aproxima al crepúsculo de su vida, desilusionado y arrepentido de haber dejado a su esposa por otra mujer que, tras los centelleos iniciales, que lo deslumbraron, no deja de ser sino un representante arquetípico de la “civilización del espectáculo” que él desprecia?

Les dejo con estos pasajes de Los vientos, que responden a un sentimiento que muchos hombres y no pocas mujeres habrán alimentado dolorosamente:

 “De Carmencita, mi mujer por varios años, me acuerdo muy bien […]. Todas las noches, desde que cometí la locura de abandonarla, pienso en ella y me asaltan los remordimientos. Creo que solo una cosa hice mal en la vida: abandonar a Carmencita […]. Es el único episodio de mi remoto pasado que mi memoria no ha olvidado; y me atormenta todavía, sobre todo en las noches […]. Abandonar a Carmencita es un episodio que me atormenta todavía. Nunca más volví a verla  […]. Nunca he podido recordar el nombre de la mujer por la que abandoné a Carmencita”.

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Manuel Ferrer Muñoz. ¿Niños asilvestrados?: la culpa no es de ellos, es nuestra

Apenas hace unos días, al glosar una noticia sobre la movilización de profesores en España, inconformes con los lineamientos y las improvisaciones de la última ley de educación, deslicé este comentario sarcástico: “Parece que a alguien empieza a importarle la educación de nuestros hijos. Pero no hay que preocuparse: sigamos idiotizándolos con los jueguitos de móviles y tabletas, que esos profesores inconformistas y protestones no van a hacernos daño mientras tengamos narcotizados los cerebritos de los niños”.

Podría parecer que ignoramos aspectos claves en la educación de los hijos: la confianza en sus capacidades y el recurso al estímulo y a la motivación –nunca al castigo- para alentarlos a cumplir sus obligaciones en casa y en el centro escolar (si estuvieran escolarizados), sin que se sientan juzgados ni condenados en sus pequeños aparentes fracasos; el interés por las causas de sus alegrías y tristezas, por sus amigos, sus aficiones, sus temores…; la comunicación gestual nunca amargada ni regañona y siempre cordial y amorosa; la disponibilidad de espacios y actividades que estimulen su creatividad; el recorte del tiempo dedicado a las pantallitas y a los juegos con el celular (¡cuántas veces asistimos al demencial espectáculo de niños de pocos meses que se entretienen con un móvil en sus manitas!); la práctica de juegos que exciten su inclinación innata a la aventura, que es su principal medio de acceso a nuevos conocimientos; el cuidado de una alimentación balanceada, que huya del exceso de azúcar, tan dañino para sus organismos.

De otra parte, se han multiplicado las llamadas de atención sobre los daños que acarrea a los niños una exposición excesiva a las pantallas de los dispositivos móviles (dificultades a la hora de hablar y de expresarse, déficit de atención, desarrollo cognitivo tardío, rendimiento escolar bajo, aumento de la impulsividad y de la falta de autocontrol, entre otros). Pero la mayoría de las familias desatienden esas advertencias, porque la comodidad que les reporta la ocupación de los hijos en esos entretenimientos se antepone a cualquier tipo de consideración sobre su bienestar y su equilibrio psicológico.

Nos han dicho muchas veces que si los niños se sienten respetados y valorados volarán muy alto, pero no acabamos de creerlo, y una y otra vez les recortamos las alas y empequeñecemos sus espíritus: los presionamos o los chantajeamos para que realicen los deberes que, muchas veces de modo imprudente, les encargan en la escuela; los criamos tontos cuando en esos parques infantiles –cuyo diseño parece inspirado en jaulas de hámsteres-, recortamos su libertad de movimientos advirtiendo hasta el aburrimiento del peligro de caídas o de resbalones; les imponemos formas de resolver conflictos entre hermanos, sin atender sus justas demandas ni sus propuestas para el restablecimiento de la paz alterada.

Que no nos engañen: el Estado no puede arrebatarnos a nuestros hijos, porque no le pertenecen (como se atrevió a decir, temerariamente, ese señor senil que ocupa la Presidencia del estado más poderoso de la tierra). Persuadámonos de que, juntos –padres e hijos-, formamos un núcleo muy poderoso, capaz de resistir los embates de los que se han propuesto destruir la familia. Y luchemos por la pervivencia de los lazos de unión, disculpando, perdonando, rectificando.

Estrechemos vínculos de complicidad con nuestros hijos, ganémonos su respeto sin autoritarismos, preparemos el caldo de cultivo de una convivencia familiar grata. Y no nos desanimemos al constatar nuestros fracasos, nacidos de la impaciencia, del cansancio, de las preocupaciones del trabajo, de las estrecheces económicas o de los conflictos entre esposos (que siempre pueden resolverse si hay buena voluntad en las dos partes).

El entorno en que nos desenvolvemos está contaminado. La mayoría de los dirigentes políticos son incompetentes cuando no corruptos, cantamañanas, dilapidadores o malversadores. Pero la inteligente complicidad de los padres, nacida del compromiso que adquirieron al traer hijos a este mundo, posee la fuerza necesaria para crear cordones sanitarios que nos aíslen de la bellaquería, la estulticia o la frivolidad de quienes administran los recursos públicos.

Aboguemos por el reconocimiento del derecho a educar a nuestros hijos en casa, que comporta la asunción de una tremenda carga de responsabilidad. Incluso si nos hemos visto obligados a escolarizarlos, por imperativo legal, defendamos el espacio familiar como lugar privilegiado para el desarrollo de las capacidades y la formación de mentes libres, capaces de descubrir los afilados colmillos de lobo camuflados bajo mentirosa piel de oveja; de distinguir la belleza de la monstruosidad, la verdad de la mentira, la nobleza de espíritu de la vulgaridad, la sabiduría de la petulancia.

Inculquemos en las mentes de los chicos el respeto a los demás: a las personas y a las instituciones. Que aprendan a no insultar, a no escupir obscenidades por la boca, a comportarse con educación, a no temer el ridículo, a comportarse como personas, no como animalitos.

Y convenzámonos: nuestra generación se aboca a un fracaso colectivo que pagarán nuestros hijos. En nuestras manos está emprender una lucha empeñada contra los sembradores de odio; contra los infames que no reparan en arruinar la vida de los niños para sostener los ingresos que se derivan del tráfico de drogas; contra los hombres bestializados que ejercen violencia sobre sus esposas o sus novias; contra las mujeres enloquecidas que, amparadas por leyes ignorantes del principio de presunción de inocencia, dirimen ante tribunales de manera torticera sus contratiempos matrimoniales; contra la gente de mente estrecha que no ve más allá de sus narices.

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Manuel Ferrer Muñoz. Las últimas piedras

Antes del comienzo de una obra arquitectónica media un largo tiempo de elaboración del proyecto, búsqueda de la imprescindible financiación y contratación de la empresa constructora.

Una vez recorrido ese camino complejo, arrancan las labores de preparación, aplanado y adecuación del terreno, con la correspondiente remoción de obstáculos. Y, dispuestas así las cosas, se empieza a trabajar en los cimientos: una fase de crucial importancia, pues si fallan las cimentaciones, el edificio se viene abajo. De ahí la solemnidad que reviste la emblemática colocación de la primera piedra.

Hasta ahí, todo suelen ser parabienes, cálculos optimistas, previsiones esperanzadas. Pero lo que de verdad importa es la continuidad y el término del proceso: ¿de qué sirve un suelo bien embaldosado sin paredes ni techo?

Desde la pequeña ventana al mundo a través de la cual cada uno de nosotros contempla su entorno observamos con dolorosa frecuencia tantos proyectos inconclusos: empresas que quiebran, estudiantes que cuelgan los libros, matrimonios que se disuelven, promesas electorales traicionadas, aprendizajes de idiomas interrumpidos, gimnasios abandonados…

Algo de nuestra condición humana nos retiene cuando el proseguimiento en un propósito entraña sacrificio. Incluso existe la difundida opinión –sin duda falsa- de que determinados colectivos nacionales o locales se ven más inclinados que otros a tirar la toalla cuando la cuesta se empina. ¿Será que suizos, alemanes o japoneses están hechos de otra pasta que italianos, españoles, portugueses o latinos, por sólo recurrir a unos cuantos alocados ejemplos?

Descartada la genética, a la que solemos recurrir tantas veces en busca de explicaciones fáciles, quizá sea el caso de preguntarnos por los condicionantes culturales y educativos y por los contextos normativos.

¿Por qué el fracaso escolar se halla disparado en España? Más allá de las circunstancias personalísimas de cada chico, encontraremos poderosos argumentos que rara vez se toman en consideración, porque cuestionan el sistema. ¿Por qué me veo obligado a permanecer en un centro escolar hasta los dieciséis años, contra mi voluntad, forzado a seguir un programa de estudios que me ha sido impuesto sin consultarme y que está plagado de disparates o de contenidos superfluos? ¿De verdad alguien se cree que esos aprendizajes que ni siquiera han sido consensuados con los expertos van a servirme para la vida? ¿Por qué, si lo que me apasiona es la música, tengo que recortar el tiempo disponible para profundizar en esa expresión artística y, en su lugar, me exigen memorizar conceptos abstrusos, trillados y aburridos de materias que simplemente no llaman mi atención? ¿Accederé con éxito al mercado laboral cuando termine la Enseñanza Secundaria Obligatoria? ¿Por qué prohíben a mi familia la práctica de la educación en casa cuando hemos exhibido ante Servicios Sociales, Inspección de Educación y Fiscalía del Menor unos logros en formación muy superiores a los que proporciona la educación reglada? ¿Por qué he de padecer el adoctrinamiento del Estado, que trata de suplantar la participación de mis padres en los procesos de aprendizaje y educación que me conciernen? ¿Para qué voy a cursar unos estudios universitarios que sólo me proporcionan un pasaporte para el desempleo cuando obtenga la licenciatura? ¿Por qué soportar la práctica por el Estado y las Comunidades Autónomas de un paternalismo burocrático que me inspira rechazo? ¿Por qué tanto mensajito estimulante sobre los derechos del niño, cuando algunos derechos recogidos en la Constitución española son pisoteados? ¿Por qué tolerar tomaduras de pelo como el aprendizaje por proyectos, cuando los profesores que deben dirigirlos han de atender a tantísimas decenas de alumnos y muchas veces carecen del tiempo, la capacitación y los imprescindibles recursos?

Por supuesto, si detuviéramos la mirada en el mundo laboral de España, los interrogantes sobre el feliz éxito de cualquier iniciativa podrían multiplicarse hasta el infinito en un país donde parece que las dos únicas maneras de asegurarse una estabilidad económica de larga duración sean: 1) el ingreso en alguno de los cuerpos del Estado a través de una oposición (previo peregrinaje por un tedioso periplo de talleres y cursos de formación de dudosa eficacia práctica, y la ocupación de una retahíla de puestos interinos de trabajo), y 2) la incorporación a las filas de un partido político, previo compromiso de sumisión intelectual y seguidismo, caiga quien caiga.

¿Extrañará que quiebren las pequeñas y medianas empresas, agobiadas por una situación económica tan adversa y por un marco normativo de impuestos y regímenes de contrataciones que las ahogan?

¿Conocerán los políticos que administran los recursos públicos y ‘cuidan’ de nuestra economía y de nuestra hacienda la precariedad del empleo y las contrataciones en negro en el sector turístico, tan determinante en el PIB del país? ¿Qué atractivo puede constituir para los explotados trabajadores del sector la continuidad en empleos mal pagados y peor regulados? ¿Cabe en cabeza humana que puedan existir sentimientos de lealtad de esos pobres currantes hacia empresas que les obligan a trabajar a destajo y que los esconden cuando llegan las visitas de inspectores?

Cuando los ciudadanos de un país encuentran tantas dificultades en el día a día y acumulan tantas insatisfacciones, ¿sorprenderá que vaya extendiéndose una creciente sensación de estancamiento, de tedio ante la reiterada observación de que personas, familias, empresas, instituciones, órganos del Estado, partidos políticos, sindicatos… carecen de los recursos morales que se precisan para perseverar en el esfuerzo diario y llevar a término propósitos, planes, proyectos?

No quiero cerrar estas líneas con un mensaje desconsolado. Por eso, para levantar ánimos postrados, invocaré el aforismo latino: Melior est finis quam principium! (traduciré, por si este texto cayera en manos de la ministra de Educación de España, ésa que va por las ruedas de prensa avisando de que se “producieron” ciertas manifestaciones): el final es más importante que el principio, lo que cuenta de verdad es poner la última piedra.

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Manuel Ferrer Muñoz. En busca del hombre perdido

Vayan precedidas estas cortas reflexiones de un humilde ruego de perdón a la ministra de Igualdad del Gobierno de España, la ínclita Irene Montero/a, por haber dejado de mencionar a la mujer en el título con que se abre esta columna. Vaya en mi descargo que, llevado por consideraciones simplemente estéticas, por mor de la brevedad, dejé de nombrar a la mujer: un pecadillo que ella, también pecadora, sabrá disculpar. Tampoco se ocultarán a la avispada ministra los riesgos inherentes a la atribución del adjetivo ‘perdida’ a la mujer: razón de más para extremar la cautela, no vaya a ser que algún ingenuo vaya a confundirse.

Me reafirmo así en la necesidad de buscar a la mujer: ‘varona’, en el lenguaje empleado en el relato de la Creación por el escritor sagrado, que —por lo que me dicen— no aprendió esa terminología de ningún antepasado de Montero/a. Con este propósito habremos de rastrear las huellas de la mujer de veras entre tantas patéticas imágenes de su especie que sólo en las apariencias conservan una pátina de feminidad, por cuanto se han desprendido de los más valiosos atributos del ser humano —¿y mujeriego?

Sí remacharé que la búsqueda que planteo no es un simple deambular, dando tumbos, sin rumbo fijo, sino que implica perseguir el final del camino, sin detenernos, hasta dar con el hombre y la mujer que parecen haberse ausentado de nuestras sociedades. El empeño, aunque arduo, vale la pena, porque del éxito de la empresa depende el destino de la humanidad.

¿Qué hombre, qué mujer extraviados requieren esa operación de rastreo que se promete tan laboriosa?

Me refiero a los prototipos de hombres y de mujeres a los que despreciamos como inmundicias por considerarlos inservibles, desfasados, y que a estas alturas deben de hallarse revueltos con otras antiguallas en el fondo de los basureros. Y hablo con la vergüenza y la tristeza de hallarme inmerso y de formar parte —muy a mi pesar— de una sociedad ‘deshumanizada’ (esto es, sin espacio para el hombre ni para la mujer), porque ha arrinconado los valores que encarnaban aquellos prototipos, y entronizado en su lugar el egoísmo pleno.

Apenas hace unos días, oía referir a una buena amiga el triste espectáculo que protagonizó en plena calle muy a su pesar, hace ya unos años, cuando, al cruzar un paso de peatones, perdió el equilibrio y cayó al suelo. Padecía ya los primeros síntomas de la enfermedad que hoy la obliga a permanecer en una silla de ruedas, y por eso caminaba agarrada del brazo de su madre: pero esa precaución no bastó, y se desplomó sin que su acompañante pudiera evitarlo. Ni uno solo de los peatones que atravesaron la calle, sorteando su cuerpo, se detuvo para interesarse siquiera por su estado.

Lo que sigue ocurrió en Esmeraldas (Ecuador). Ahorraré los detalles, para no extenderme de modo innecesario. Circulaba un conductor por una calle poco frecuentada, cuando observó un bulto ensangrentado sobre el pavimento. Se detuvo, reconoció el cuerpo malherido de una persona y, movido por un elemental sentimiento de compasión, lo cargó en su vehículo y lo trasladó a un hospital. Después sobrevino la pesadilla: personados unos agentes de la policía, pretendían ingresarlo en el calabozo hasta que se aclararan las circunstancias del suceso. Sólo la intervención de un abogado evitó el despropósito. ¿Sorprende que hoy los conductores de aquella localidad del Pacifico ecuatoriano aprieten el acelerador para alejarse cuanto antes del peligro, si ven un cuerpo humano empapado en sangre en medio de la vía? Ésta es la lamentable pauta de conducta que impera, inducida por la torpeza y el cerrilismo de unos uniformados aparentemente privados de capacidad para pensar.

Hablemos también, con idéntico sonrojo, de la violencia y de los acosos a mujeres por parte de maridos o de novios despechados que no entienden que su comportamiento y sus errores acumulados acabaran por destrozar sus relaciones de pareja. ¡Cuántas veces esas agresiones se producen a plena luz del día y en presencia de grupos numerosos de personas que miran hacia otra dirección para no verse comprometidas!

Me remitiré ahora al testimonio de la autora de un relato incluido en un libro colectivo, publicado precisamente por la Editorial Centro de Estudios Sociales de América Latina, que he tenido el privilegio de coordinar (Benamocarra y sus gentes). Después de evocar con emoción los años de su infancia en un pequeño pueblo, y la solidaridad que había entre los vecinos, concluye: “antes no había tanta ‘maldad’ como hay ahora”. Otros textos incluidos en esa recopilación reinciden en el contraste entre el ayer quizá hermoseado por la pátina del tiempo y el hoy decepcionante y desquiciado, y en la nostalgia de unos tiempos pasados en que se forjaron amistades sólidas que todavía perduran, en los que las familias compartían alegrías, penas y penurias y se prestaban servicios entre sí. Más allá de la pobreza generalizada y de mezquindades indisociables de la condición humana, eran identificables entonces un amor al terruño y un sentimiento solidario hoy inexistentes.

No busquemos la ayuda de la inepta clase política, si queremos recuperar lo que ellos y sus señoritos han desvirtuado. Trencemos lazos con miembros de la sociedad civil que todavía resisten a las consignas. Y, sobre todo, recuperemos el sentido de la familia, núcleo de la sociedad, cuna de afectos y espacio donde se forma y se modela la identidad de cada ser humano, de cada hombre y de cada mujer.

El hallazgo de la mujer y del hombre que dejamos perder sólo se posibilitará si situamos de nuevo a la familia en el centro de la sociedad: y eso reclamará, por de pronto, 1) la reorganización de las relaciones laborales; 2) el recorte de las horas diarias dedicadas al trabajo; 3) la asunción por los padres de sus responsabilidades en la educación de los hijos, delegadas en los centros escolares hasta el grado de la total inhibición, y 4) la protección efectiva de la maternidad y de la paternidad.

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Manuel Ferrer Muñoz. Tú no eres de aquí

Años y años de dar tumbos de un lado para otro. Aquí y allí permanencias en ocasiones prolongadas, y otras veces más breves, en lugares que expulsan a sus habitantes (por problemas sociales, crisis económica, inseguridad…), y en ciudades que atraen población que escapa de donde es rechazada. Observaciones practicadas en tres continentes… Y ahora, el regreso a la tierra natal, empadronado con mi familia en un pequeño pueblo cercano a la capital de provincia en la que vine al mundo.

Compañera inseparable de tantos viajes ha sido siempre la alegría de conocer nuevos mundos, de abrir los ojos a tanta belleza que ni siquiera el torpe empeño del hombre ha logrado destruir, de admirar la riqueza interior de gentes maravillosas, de haber hallado el amor. Y, siempre, el mismo estribillo, la cantinela que no cesa: con la gente de afuera llega la delincuencia, el desapego a las tradiciones, la constatación de que peligra todo un estilo de vida ancestral por la contaminación de ésos que llegan, ávidos de hacerse con lo nuestro, de arrinconarnos en nuestros propios hogares, de implantar costumbres nuevas, de alborotarnos con sus ruidosas reuniones.

—Como no eres de aquí, estás invadiendo mi espacio ciudadano. Aunque no eres de aquí, quizá te soporto y te tolero, pero no te incluyo. Los de aquí ya cerramos en nuestro derredor anillos protectores, herméticos, que te excluyen y te dejan fuera. Compóntelas como puedas. Construye tu vida en el gueto, con los tuyos, pero no pretendas inmiscuirte en nuestras cosas. No te me acerques ni me contamines, permanece aislado en tu lazareto.

—Si no sólo no eres de aquí, sino que incluso vienes de ‘allá’ (de países latinoamericanos o del saqueado continente africano), la cosa empeora y se hace preciso extremar la precaución. ¡Vienes a robarnos un puesto de trabajo! ¡Has tumbado los salarios con tu competencia desleal! Como somos frontera de la Unión Europea y guardianes de la civilización, nos corresponde alzar muros, levantar vallas de doble o triple reja, rematadas por punzantes concertinas. Es nuestra responsabilidad colectiva, el rol a que somos convocados por la historia.

Y, sin embargo, ese conjunto de prejuicios y de prevenciones no deja de constituir un monstruoso e irracional disparate, levantado desde la ignorancia. ¿Acaso desde que hay hombres sobre la tierra han permanecido éstos alguna vez enterrados en agujeros? Asumida la consustancialidad a la condición humana de esa tendencia irrefrenable a la búsqueda de nuevos horizontes, a la acometida de aventuras no experimentadas antes, no deja de sorprender que todavía hoy recelemos de ‘los otros’.

Y no hablo aquí de políticas migratorias, que no es el caso que me ocupa. Me refiero al hombre y a la mujer comunes, que viven en grandes ciudades, en pequeños pueblos o en minúsculas comunidades rurales. Parapetados a veces en un hipócrita discurso sobre la necesidad de ‘ordenar’ las migraciones, muchos empleadores recurren bajo cuerda a mano de obra semiesclava y, por ello, más barata, en tanto que los propietarios de esas manos –que tienen alma, esposa, hijos, sentimientos…- consiguen un permiso de trabajo que tampoco resolverá sus vidas, aunque proporcione una relativa tranquilidad de espíritu y la apariencia engañosa de que, con el fetichismo de los ‘papeles’, arrancan los buenos tiempos, relegada al pasado la angustia de la clandestinidad, el temor a la expulsión.

Por supuesto, habría que considerar numerosas excepciones a ese proceder explotador y atender también a las condiciones en que operan las contrataciones, inasumibles muchas veces para los empresarios por la fuerte carga impositiva que comporta la vigente normativa laboral: pero ni siquiera esto les exime de responsabilidad moral. En todo caso, no hay que preocuparse, para todo hay solución, y basta ocupar la mente en otras distracciones, elaborar un discurso político ‘responsable’, atribuir la culpa a otros para descargar la conciencia. Y aquí paz y después gloria. A fin de cuentas, ¿quién mandó a esas gentes meterse donde no son bienvenidas?

Finjamos que todo va bien, que el nuestro es un país integrador y hospitalario, que nos regimos por la igualdad de oportunidades, que no hay enchufismos, que los concursos abiertos por las instituciones excluyen favoritismos previos, porque los requisitos que se estipulan no trazan un retrato-robot del perfil del ‘precandidato’ cuya promoción se proyecta.

Engañémonos con ficticia apertura y cordialidad hacia esos ‘otros’ que, en el día a día, nos resultan tan incorpóreos, tan invisibles que pasamos a su vera sin mirarlos, sin saludarlos, sin caer en la cuenta de que, tal vez, les agobian el sufrimiento, la incertidumbre o la nostalgia (porque también ellos tienen patria –o matria-, que dirían ‘ellas’, tan bellas).

Aparentemos que esas otras personas sirven para algo más que para un conteo estadístico y para incorporar al imaginario colectivo la noción de una seguridad amenazada por gentes como ellas. Obsequiémoslas con fiestas gastronómicas que les permitirán alardear por un día de su cocina tradicional. Aplaudamos su música y su danza, que dotan de colorido alguna que otra episódica celebración. Manifestemos nuestra conmiseración sincera cuando la televisión trae ante nuestros ojos imágenes terribles de ahogamientos en el Estrecho de Gibraltar o en el brazo de océano que separa las Islas Canarias de África.

Tras esos ocasionales efluvios emotivos, que esponjan nuestros corazones y arrancan alguna que otra piadosa lagrimita bonachona, recuperemos el uso de las anteojeras y retornemos con realismo a ese día a día que nos pertenece en exclusiva y que no deja cabida para el otro.

¡Qué bonito programa de vida!

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Manuel Ferrer Muñoz. ¿Explotación del hombre por el hombre? Empresa y empleo: el caso de la Axarquía malagueña

En este breve análisis hemos querido poner el dedo en una llaga particularmente lacerante de nuestras sociedades contemporáneas: la pérdida de la visión por las empresas del servicio que están llamadas a prestar a la comunidad, y la torpe y deforme mirada con que contemplan a sus empleados como simples instrumentos de una mayor ‘rentabilidad’.

Olvidan estos codiciosos empresarios que su actividad comporta un servicio a la sociedad, y que sus trabajadores son personas de carne y hueso, con familias a su cargo, con hijos que reclaman tiempo y cariño; y olvidan también que la presencia en el mundo de esa ‘mano de obra humana’ se justifica más allá de su desempeño como coadyuvante en la generación de capital.

En sustento de esta argumentación recurrimos a la observación practicada durante cuatro años en un espacio geográfico muy concreto, como es la Axarquía malagueña, donde son perceptibles abusivas prácticas empresariales que denotan un alarmante desprecio de los trabajadores cuyo esfuerzo diario sostiene la prosperidad de empresas ávidas de beneficio y desalmadas, en el más estricto sentido de este término: privadas de alma.

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Hablamos mucho de estadísticas: tasas de empleo por sectores, edades y sexos de los trabajadores; temporalidad de los contratos laborales, estimaciones de evolución de los salarios… Pero nada se dice sobre la calidad del empleo (más allá de la modalidad de los contratos), ni sobre los empleadores, ni sobre las condiciones de trabajo (la inhumanidad de las condiciones de trabajo, habría que decir en muchos casos). Por eso voy a permitirme hablar por boca de los que callan, después de haber prestado oído a confidencias de amigos que, en la intimidad, me han dado a conocer ese otro mundo que no recogen las estadísticas.

Dios creó al hombre, ¡a su imagen y semejanza!, para que trabajara. Lo dice el libro del Génesis y, por tanto, debe de ser verdad. Pero me parece que el plan divino no contemplaba la monstruosa realidad en que hemos convertido esa actividad genuinamente humana. Ni siquiera las mejoras que a lo largo de más de un siglo han logrado los sindicatos resultan satisfactorias: entre otras razones porque hace ya mucho tiempo que el sindicalismo se convirtió, como la política, en una profesión que asegura acceso a una burocracia bastante ineficiente cuya única finalidad parece consistir en exprimir ubres ajenas en beneficio propio y de los amigotes, asegurarse favores y rizar el rizo.

El trabajo asalariado absorbe de ordinario la tercera parte del día de los afortunados que han sido bendecidos con una oferta de empleo respetuosa con la legislación vigente. Pero en muchos casos se labora mucho más tiempo, y en condiciones físicas muy exigentes. Operaciones como las que se llevan a cabo en los invernaderos, a temperaturas extremas y en posturas no precisamente compatibles con la ergonomía, conducen indefectiblemente a lesiones que convierten la vejez de esos trabajadores en una tortura física continuada. Tampoco las envasadoras de frutas y hortalizas, obligadas a permanecer en pie durante innumerables horas al día, gozan de un entorno laboral que respete su salud.

En el sector de los servicios tropezamos con situaciones escandalosas, que bien pueden calificarse de explotación laboral, como sería el caso palmario de la restauración (un ámbito en que los sindicatos guardan prudente silencio). En el mundo de los centros escolares se delinean otros escenarios a partir de la tendencia generalizada –supuestamente racional y eficiente- de recurrir a contratas con grandes compañías en las que los colegios delegan la responsabilidad de la gestión de los comedores o de la atención de actividades extraescolares.

Vayamos a los comedores escolares. Las trabajadoras acaban regalando diariamente una hora de su tiempo (con frecuencia, bastante más) a una empresa que, como sería el caso de Mediterránea, viene a pagar 3,75 euros la hora de trabajo. Por supuesto, se suceden inspecciones y controles frecuentes de los empleados de cuello blanco de la empresa, que buscan asegurarse del estricto cumplimiento de todos los aspectos formales, sin que les importe poco ni mucho que diariamente se arrojen a la basura cantidades asombrosas de comida, ni otras pequeñeces por el estilo. Si a unos devengos mensuales de 262,50 euros (dos horas diarias de trabajo) restamos 13,52 euros en concepto de ‘Aportación para contingencias comunes’, y 10,14 euros por otros varios conceptos, el incentivo económico para el trabajador de esa empresa resulta deleznable. Eso sí, los sindicatos callan.

Las actividades extraescolares, de cuya gestión han sido exonerados los colegios, constituyen otra bicoca para grandes compañías que, para prestar ese servicio, recurren a personal contratado en condiciones de extrema precariedad y con una retribución más que modesta (9 euros la hora, en el caso de Anthea), se supone que con el visto bueno y la bendición de los sindicatos. La preocupación exclusiva de esas empresas consiste en asegurarse un mínimo de estudiantes por área, sin que se practique un seguimiento mínimamente cercano del desempeño profesional de las personas contratadas, ni del material de trabajo que precisan para llevar a cabo su tarea. A fin de cuentas, muchos de los padres que inscriben a sus hijos en estas actividades buscan tan sólo asegurarse un rato de tranquilidad, antes de que el regreso a casa de los niños altere la comodidad y la paz de lo que antes se llamaba hogar. ¿Qué grado de satisfacción pueden experimentar los trabajadores captados por esas compañías, muchos de ellos muy capaces, si la única y obsesiva inquietud que manifiestan sus ‘contactos’ telefónicos con la empresa es el incremento del número de estudiantes inscritos para amarrar la rentabilidad del negocio?

Podríamos hablar de la miserable vida laboral de los empleados de la banca, amenazados continuamente de despido por la sistemática supresión de oficinas; del decepcionante trabajo de los policías municipales, ninguneados muchas veces por sus propios Ayuntamientos y menospreciados por la ciudadanía; de los trabajadores autónomos, siempre al borde del precipicio; de los cuidadores de personas mayores, tan incomprendidos y sometidos a tantos abusos laborales; de las infelices  telefonistas, obligadas a vender un género que ellas mismas consideran superfluo, y a soportar groseras salidas de tono de quienes se molestan por sus inoportunas llamadas…

Sí, ciertamente hemos convertido el trabajo en mero trámite engorroso y asfixiante que absorbe todas nuestras energías, nos roba el tiempo de ocio y vida en familia, y apenas nos permite llegar a fin de mes sin que los números rojos abulten demasiado. Se entiende el sufrimiento y la decepción de quienes aman su profesión y querrían disponer de espacios laborales que les permitieran desarrollar todas sus potencialidades: porque, además, saben muy bien que, si se dejaran llevar por el entusiasmo y el espíritu de servicio al cliente o a la comunidad, acabarían generando problemas en su entorno laboral, en la medida en que su talante emprendedor pone al desnudo la incompetencia, la ruindad o el borreguismo de otros bueyes uncidos al mismo yugo.

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