
“¿Cómo se sostiene una sociedad en la que todos saben que prácticamente nada funciona? Desde los teléfonos públicos que no sirven para hacer llamadas hasta los puentes que no sirven para ser usados y los funcionarios públicos que no sirven para atender a las personas y las fuerzas armadas que no sirven para defender la vida de los ciudadanos y los jueces que no sirven para juzgar y los gobiernos que no sirven para gobernar y las leyes que no sirven para ser obedecidas, el espectáculo que brindaría Colombia a un hipotético observador bienintencionado y sensato sería divertido si no fuera por el charco de sangre en que reposa” (Ospina, William, ¿Dónde está la franja amarilla?, Bogotá, Grupo Editorial Norma, 1997, p. 14).
Este amargo retrato, trazado en 1997, intenta caracterizar a la sociedad colombiana de fines del siglo XX, sumida en el pozo de la pobreza, la corrupción, el imperio de los cárteles de la droga, la violencia guerrillera, la desmoralización en todos los órdenes de la vida ciudadana.
Desde entonces hasta hoy, transcurridos más de veinticinco años, algunas de las sombras de ese cuadro se han aclarado. Pero prevalecen las razones de fondo que movieron a Ospina a dibujar un panorama tan tremendo.
Las guerras civiles que se sucedieron desde la independencia de Colombia, continuadas por los conflictos de las guerrillas, nunca terminaron con el hallazgo de un espacio común de convivencia. Los privilegios de la vieja sociedad modelada durante los siglos de dominación española nunca se extinguieron, sólo cambiaron de depositarios; y la proclamada igualdad ante la ley nunca ha dejado de ser –como mucho- una bienintencionada y tímida aspiración utópica traicionada por un cúmulo inconmensurable de corrupción rampante.
El materialismo práctico de las sociedades occidentales capitalistas del siglo XX –sociedades opulentas, que sustituyeron la trascendencia por la comodidad- echó raíces profundas en Colombia y contribuyó a agrandar las diferencias entre quienes viven en la prodigalidad más insultante y quienes de todo carecen y codician abierta o discretamente las riquezas ajenas.
El culto al cuerpo convirtió a muchas de las mujeres colombianas en carne de quirófano en obsesiva busca de medidas ideales, de pechos descomunales, de rostros de princesas. A las niñas se les ha robado la infancia con los ridículos concursos de belleza en las escuelas, alentando neciamente su ingenuo afán de preadolescentes que las impulsa a vestir y comportarse como señoritas que no aún son. Y los jovencitos se miran en el espejo de artistas, cantantes, pandilleros o narcos: encantados de haberse conocido a sí mismos, carentes de seso y abotargados en su intelecto por una estupidez que, si no es congénita, ha sido adquirida con meritorio esfuerzo.
La indiferencia por lo que no nos atañe de modo directo nos impide fijar la vista en las necesidades de quienes se cruzan en nuestro camino. No tenemos ojos para los pobres ni para los viejos ni para los niños pequeños ni para los feos. El endurecimiento del corazón se traduce en las miradas endurecidas, incapaces de percibir la emoción que causa la inocencia de los niños de pocos meses. Sólo miramos alrededor para asegurarnos de que nadie nos sigue con intención de asaltarnos o para contemplar con descaro a una mujer bonita o un carro lujoso, que igual da: hasta esos extremos se ha cosificado a la mujer.
Muchos de los que piden una limosna y son rechazados, aun con buenas maneras, envuelven al otro en una mirada de odio y no escamotean maldiciones en voz baja o no tan baja. Se retiran babeando insultos mientras componen la cara para la siguiente representación que, casi con certeza, terminará como la anterior con injurias proferidas sotto voce.
Las calles de muchas ciudades de Colombia son testigos de cruces de insultos, cuando no de golpes entre automovilistas o peatones o entre unos y otros. Quedaron relegadas al olvido las normas de urbanidad que aprendimos de nuestros abuelos, porque en la selva urbana no hay espacio para el respeto ni la cortesía.
Y después de este listado de desafueros y calamidades, ¿debe extrañar que muchos conciudadanos pensaran en espacios geográficos lejanos para escapar de la pobreza, la opresión, el miedo, la prepotencia de los que mandan olvidados de su condición de servidores públicos? Urge, pues, movilizar las reservas de la conciencia cívica y auspiciar programas que recuperen lo que quizá fue Colombia en otro tiempo, o propicien un futuro que corte amarras con un pasado envilecido. En esa tarea de gigantes, la educación cumple un papel fundamental; pero lo grave es que los primeros educadores son los padres. ¿Y están capacitados los padres colombianos para anteponer los valores a sus comodidades?