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Investigación en Ciencias Sociales y Humanidades

Fabiola Heredia. Una mirada a mi pueblo a través de Benamocarra y sus gentes

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El texto que sigue es una transcripción de las palabras pronunciadas por Fabiola Heredia, directora del CEIP Marqués de Iznate, en el acto de presentación del libro Benamocarra y sus gentes.

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Buenas tardes, agradezco a todos la asistencia a este acto. El libro que hoy se presenta es un reconocimiento a nuestros mayores, que, con su esfuerzo, sus aciertos y sus errores, sentaron las bases de lo que somos hoy en día. A continuación, me gustaría releerles unos fragmentos que me han parecido muy acertados.

 En las páginas 14 y 15 encontramos uno de ellos que dice así:

“Nos quedan las huellas de nuestras pisadas remotas y de los pasos de quienes nos precedieron: no para que se imiten esas andanzas, que el camino de la vida es responsabilidad de cada uno. Ni es cierto que cualquier tiempo pasado haya sido mejor, ni puede ignorarse la sabiduría que el tiempo permitió acumular, quizá gracias a la depuración de muchos errores cometidos. Aprendamos precisamente de las equivocaciones nuestras y de nuestros ancestros; pero tomemos buena nota de sus aciertos, de sus sacrificios, de su hondo sentido de la familia, de su amor al trabajo bien hecho, de su esmero en el cultivo de la tierra. Compadezcámonos de la pobreza en que vivieron las generaciones que se han sucedido en la tierra que hoy pisamos. Lamentemos, sin distingos, los horrores de una Guerra Civil que desgarró a nuestro pueblo y dio pábulos a odios abominables sobre los que debemos extender la piadosa manta del olvido. Contribuyamos así a una ‘cultura de la paz y del perdón’, tan imprescindible para construir juntos”.

En la página 16 se recogen testimonios de mujeres que, desde los pensamientos feministas actuales, “han aportado una muy interesante perspectiva de género desde la que se aprecia la existencia de muchos dramas familiares soterrados entre cuyos componentes invariables figuran casi siempre el alcohol, los celos y la violencia”.

Al dirigir la mirada atrás recordamos la pobreza y la estrechez económica en que transcurrió la vida de nuestros antepasados, algunos de los cuales se vieron obligados a emigrar: en algunos casos, a destinos lejanos, como ese “bisabuelo que se fue a Cuba” del que nos habla Remedios Téllez en su magnífico y conmovedor relato (pp. 117-123).

Algunos pasajes del libro suscitan una profunda emoción, cuando se nos enfrenta a vivencias tan dolorosas como la que debió de afrontar la familia de Manuel Díaz Lucena, “muerto en acción de guerra hace un siglo, como muchos miles de soldados españoles que perdieron la vida en el Desastre de Annual (verano de 1921), un suceso oscuro de la España Contemporánea. En la página 69 leemos la triste y heroica historia de Manuel Díaz, que entregó su vida por su tierra y finalmente murió en esta guerra.

Me agrada particularmente el enfoque optimista de todos los relatos que, aunque recogen con fidelidad luces y sombras, siempre están abiertos a un aprecio profundo de un estilo de vida ya en vías de extinción. Me encantan, a propósito de esto, los recuerdos de Diana, autora del cuadro que ilustra la portada del libro, una querida vecina nacida en el suroeste de Inglaterra y radicada en Benamocarra desde 2002. Tomo de las páginas 21-22 el relato de Diana:

“Le entusiasmó a su llegada la vista de gentes sentadas a las puertas de sus casas que charlaban amistosamente mientras tomaban el fresco ─o el sol, según la estación del año─, en abierto contraste con la reserva habitual de los británicos, contagiados de la tendencia al retraimiento y del horror a los ruidos que imprime su condición de isleños”.

No dejo de reírme con la pillería que destila un pasaje del escrito de Inma Téllez, que da cuenta de cómo su padre resolvió el conflicto con un vecino a quien gustaban mucho los chumbos:

“Antonio vivió una experiencia divertida a costa de unos chumbos que crecían en su huerta. La familia vivía en el pueblo, pero él se desplazaba a diario al campo, pues se dedicaba a la agricultura. Las tareas de cada jornada incluían la recogida de chumbos; pero siempre que llegaba a retirarlos descubría que alguien había madrugado más que él y se había llevado los que ya estaban maduros. Y así un día tras otro, por lo que decidió quedarse a dormir en ese terrenito, para acechar al visitante nocturno, que acudió puntual a su cita nocturna. Y descubrió que quien se llevaba la fruta era su vecino Manolo. Al otro día colocó un cartel en la chumbera: ‘Manolo, ya sé que te los llevas tú, pero déjame algunos para que mi familia también los cate’. Al recordar ese pintoresco suceso, Antonio no para de reírse y asegura que no sabe por qué, pero que desde entonces Manolo no volvió a aparecer por allí. Tan avergonzado debía de estar el hombre que, cuando le veía de lejos por la calle, Manolo corría a esconderse para no cruzarse con él. Gracias a esa ocurrencia, ese año la familia de Antonio pudo probar los chumbos” (pp. 136-137).

Y no me gustaría terminar la presentación de este libro sin citar a dos personas que aparecen en él con las que tengo un vínculo de sangre. En primer lugar, mi tío Heredia:

“Hombre inquieto y avispado, Heredia era la persona de confianza del juez de paz, a quien ayudaba en la panadería y en el reparto del pan por los campos; pero tampoco se arrugaba si había que recoger aceitunas o atender el molino. Se las ingeniaba también para trabajar de cobrador en el autobús que cubría el servicio entre Iznate y Vélez, o para operar el cine de verano de Torre del Mar” (p. 59).

Leyendo esas líneas recuerdo con cariño esos días cuando el cine se llenaba y mi tío se ponía loco de contento. La película de mayor éxito que yo recuerdo fue la de Antonio Molina, “El Cristo de los Faroles”, que estuvo muchos días en cartelera. Y también las sesiones matinales de las 12, con las películas de Bruce Lee para el deleite de niños y mayores.

 Y en segundo lugar mi abuelo angelino:

“Y si Heredia fue siempre hombre vivaracho, habilísimo buscavidas, su padre Angelino, no desmerece un ápice en esas cualidades. Conocido como “latero”, era proverbial su habilidad para arreglar paraguas” (p. 60).

De mi abuelo recuerdo los enfados que cogía en la puerta de su casa cuando no podía arreglar a la primera los paraguas, pero dada su tozudez, al final terminaba consiguiéndolo.

Sin más, quiero finalizar dándole las gracias a Manuel, coordinador del libro, por la confianza que ha depositado en mí, y destacar la suerte que tenemos de encontrarnos con personas que dediquen su tiempo y esfuerzo en mantener viva la historia y las anécdotas de Benamocarra y sus gentes.

Y ahora, cedo la palabra a Manuel. Muchas gracias.

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