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Investigación en Ciencias Sociales y Humanidades

Rafael del Moral. Un Gobierno bajo el síndrome de la verborrea

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El Catálogo de la Memoria Histriónica, que atesora los más notables disparates protagonizados por políticos y pseudointelectuales, acoge hoy a un elenco muy particular: todo un equipo de Desgobierno que, para asombro de propios y extraños, tirios y troyanos, ellos, ellas y elles, persevera con notable éxito en sus maniobras funambulistas para mantenerse al frente de la sala de mandos que conduce a todo un país a la quiebra.

Entretanto, nada tiene de extraño que al presidente del Desgobierno se le esté pasando la legislatura volando

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El arte de utilizar la palabra en público con corrección y gallardía, y de servirse de ella al mismo tiempo para cautivar y persuadir, tuvo en Roma un uso temprano y prolongado en los primeros decenios del siglo I a.C. Una de sus figuras fue Cicerón, político, estilista, sabio, inventor de la elocuencia y padre de un nuevo periodo para la oratoria. Cicerón, de quien se conservan más de cincuenta discursos, recogió la experiencia helenista y la adaptó a la tradición romana. El pueblo aprendió a valorar y a aplaudir a los oradores con el entusiasmo con que hoy celebramos los goles del fútbol.

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No parece, sin embargo, que nuestro espíritu español se recree en la oratoria, ni siquiera que oigamos las intervenciones con intención de reprobar los vicios o enaltecer las virtudes de los disertantes. Nos interesan más las polémicas, las bravatas, las soflamas, los desplantes, el cotilleo, el compadreo. Apreciamos más el contenido que la forma, el grado de agresividad que el razonamiento pausado, la contundencia que las maneras de rebatir. Y llamamos coloquialmente zasca a la respuesta rápida y áspera que desbarata y deja perpleja a la persona que la recibe.

[…]

El presidente Sánchez, más que persuadir, da pena. Es maestro en decir lo que conviene con independencia de lo que ha dicho antes o va a decir al día siguiente. Más que sorprender, aburre. Es diestro en colocar una palabra tras otra sin más objetivo que rellenar un discurso con mensajes aparentes que solo oyen quienes están obligados a hacerlo para cumplir con las exigencias del partido. De humor, ni chispa; de ironía, ni pizca; de recursos elocuentes, ni idea; de equilibro, nada. Si la oratoria sugiere sencillez, él escoge lo sublime; si deben ser claras las ideas, opta por las confusas, y si un grado de cortesía exige contestar a las preguntas, él se escapa con desprecio. Fluidez, contundencia, elegancia y persuasión no son, ciertamente, sus cualidades.

El político debe saber que la claridad y la sinceridad es la cortesía de la inteligencia. Un pensamiento bien articulado ha de ser sucinto, capaz de abordar el mensaje principal de manera atractiva y desenvuelta. Si la vicepresidenta Yolanda Díaz ha oído alguna vez hablar de oratoria, que tal vez sepa lo que es, ya lo ha olvidado. Y a ver quién se atreve a recordárselo ahora que se ha subido a la peana para ‘sumar’ con fuerza sus enredados discursos, más perdidos que una garrapata en un peluche.

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