
En 1904 estalló la guerra entre Rusia y Japón, que el zar Nicolás II hubiera podido impedir, de no haber sido por su convencimiento de que Japón, un pequeño y desconocido país asiático, nunca entraría en guerra con una potencia del calibre de Rusia. El zar se frotó las manos, persuadido de la insignificancia del reto planteado por un Estado que sólo recientemente había dejado atrás sus estructuras semifeudales.
Los fracasos militares de Rusia excitaron el descontento interno. Se enmarca ahí el trágico ‘Domingo sangriento” de San Petersburgo (22 de enero de 1905). Y la derrota militar de Rusia con que se cierra el conflicto bélico con Japón fue el preludio del derrumbamiento del imperio zarista, que caería estrepitosamente doce años después.
Cuando Putin invadió Ucrania el pasado mes de febrero, debió de pensar que la resistencia del Gobierno ucraniano, supuestamente ‘nazi’, duraría escasas semanas. Hoy, en vísperas del invierno, el ejército ruso se encuentra en una situación extremadamente comprometida, y los disturbios internos, a pesar de la feroz represión, empiezan a prodigarse.
¿Asistiremos pronto al desmoronamiento de las pretensiones imperialistas de Putin? Y, si así fuera, como parece probable, y Putin fuera desalojado del Kremlim, ¿qué seguirá al derrocamiento del fracasado aprendiz de brujo? El texto que aquí recomendamos constituye un magnífico resumen de la crisis bélica entre Japón y Rusia, de principios del pasado siglo, que propició el triunfo de la Revolución de 1917, y puede inducir algunas reflexiones sobre el angustioso presente que vive un país hecho jirones.