
El último líder de la Unión Soviética falleció en Moscú a los 91 años y su legado tiene enormes consecuencias. En 1991, en los estertores de la Guerra Fría, Times lo entrevistó: “Aún con todos los errores de juicio y de cálculo”, dijo entonces Gorbachov, “conseguimos hacer la parte fundamental del trabajo preliminar”. Y agregó: “Será imposible que la sociedad retroceda”.
Hoy, no obstante, hay expertos que hablan de una nueva Guerra Fría y la guerra en Ucrania es, de cierto modo, un intento de Vladimir Putin de revertir el legado de Gorbachov. Para el presidente de Rusia, la disolución de la URSS fue “la mayor catástrofe geopolítica del siglo”.
Para las generaciones que crecieron estudiando la historia de la caída del muro de Berlín y el desmantelamiento de la Cortina de Hierro —y para quienes atestiguamos los hechos en directo—, esta muerte ha sido una oportunidad para volver sobre una figura ambivalente. Para algunos fue un reformador que logró la paz, para otros un villano que acabó con un imperio.
Anatoly Kurmanaev, quien creció en Siberia en los años ochenta, reflexionó así sobre el desprecio que sentían los comunistas y los nacionalistas rusos por el líder: “cuando me mudé a estudiar a Occidente, me sorprendió el respeto y los elogios que inspiraba Gorbachov. Su imagen general en Occidente —la de un estadista astuto e iconoclasta que le ganó la partida a los soviets de línea dura y puso fin a la Guerra Fría sin una catástrofe nuclear— contrastaba de forma inquietante con el modo en que la mayoría de los rusos lo veíamos”.
Vale mucho la pena leer el estupendo obituario de Gorbachov, escrito por Marilyn Berger, que funciona al mismo tiempo como un resumen histórico de las transformaciones del mapa de Europa y del balance de poder mundial.