
Se cuenta de Francisco de Quevedo que su odio hacia Luis de Góngora llegó hasta el extremo de instar el desahucio de la casa donde éste vivía, carente de recursos para seguir pagando el alquiler. Pocos meses después, moría Góngora, enfermo y anciano, en la ciudad de Córdoba. La polémica literaria que habían sostenido durante años acabó derivando hacia un virulento odio personal que nunca dio cuartel a los antagonistas: Góngora se burlaba de la cojera de Quevedo, y éste contraatacaba tachándolo de sacerdote indigno, divulgando su supuesto origen judío que consideraba denigratorio, y difamándolo como jugador empedernido.
La presencia del odio entre nosotros no es de ayer ni de anteayer y, desde luego, no se circunscribe al Madrid de la primera mitad del siglo XVII. Es vieja como el mismo hombre: ahí está la historia de Caín. Y, para verificar esa propensión aparentemente innata en el hombre, basta acudir al largo listado de crímenes que se han sucedido desde entonces, a los odios entre hermanos y entre pueblos enteros, a las discordias civiles, a los etnocidios, a los hornos crematorios de Hitler, a los campos de concentración de Stalin, a los demenciales planes de ingeniería social de Mao Zedong…
Sería también el caso de la guerra declarada por el comunismo a la Iglesia Católica, de la que poseemos evidencias contemporáneas (el acoso a los católicos por la ‘pareja presidencial’ aferrada al poder y sostenida mediante la fuerza en Nicaragua, contra todo orden jurídico): nada nuevo bajo el sol, pues, como ha escrito recientemente un reputado columnista, “desde sus orígenes y en sus textos fundacionales el comunismo ha expresado su oposición, incluso su odio, radical al cristianismo. Por supuesto, ese odio se ha manifestado en la agresión a los católicos. No existe ningún régimen comunista que no se haya distinguido por su implacable persecución a los cristianos”.
Demasiado horror como para no avergonzarnos de los extremos a que puede conducir la vileza del corazón de los hombres. Por si la naturaleza humana no proporcionara por sí misma capacidad bastante para la comisión de esas indignidades, se nos entrena para el odio, como es entrenado un deportista para la consecución de medallas, récords, reconocimientos.
La escuela, olvidada en la práctica su misión educadora, privilegia la competitividad a costa de la humillación de los menos dotados y de la promoción aduladora de los más inteligentes; y tiende a apartar la mirada de los incontables casos de acoso escolar que, a fin de cuentas, son padecidos por los más débiles.
El aprendizaje en la vida política y la promoción interna dentro de los partidos van asociados al fomento del insulto al adversario que, por el solo hecho de defender otras siglas, se convierte en objeto de un ataque sistemático que no repara en medios ni en las consecuencias de miserables ataques al honor.
Los nacionalismos, la peor lacra de la historia contemporánea, institucionalizan y propagan el odio al ‘otro’ en la afanosa búsqueda de ‘identidades’ excluyentes que alienten sus proyectos mezquinos; e idealizan a personajes, como el Bolívar redescubierto por Hugo Chaves y Pablo Iglesias, que cometieron crímenes abominables.
¿Y qué decir de los fanatismos religiosos instigadores de acciones terroristas? ¿Y los cotidianos episodios de odio a que asistimos en el tráfico rodado de las ciudades, pequeñas y grandes? ¿Y la violencia doméstica? ¿Y la discriminación del inmigrante por la simple razón de su procedencia geográfica o de su atuendo? ¿Y las aberrantes escenas de deportistas enzarzados a bofetada limpia, azuzados por espectadores que emulan a los asistentes al circo en Roma, que aplaudían a gladiadores y leones que derramaban sangre humana?
La enumeración de calamidades inducidas por el odio agotaría océanos de tinta. Por eso, una vez puesto el dedo en la llaga, cabría preguntarse por los medios de que disponemos para combatir esa fuerza destructora que amenaza con llevarse por delante a la humanidad. Asumido el hecho de que no existe un remedio con validez universal, fácil de administrar, de agradable sabor y precio económico, dirijamos la mirada hacia nosotros mismos y nuestros entornos inmediatos, y reformulemos el propósito de afrontar con serenidad y alegría las contrariedades diarias, pequeñas o grandes, sin pasar factura a quienes conviven con nosotros por nuestras personales frustraciones o por las carencias económicas. ¿Qué ganamos con maldecir por la escalada de precios, por la incompetencia de los gobiernos o la mezquindad de los bancos? Busquemos soluciones, no culpables.
-Me encanta mi pueblo, por nada lo cambiaría. Quien se expresa así es una adolescente de catorce años. Hija única, su padre trabaja en el campo, y su madre limpia casas. Ella, magnífica estudiante, lee con asiduidad (una semana tardó en leer un libro que le obsequié), y tiene estupenda mano para el dibujo. Cuando se le pregunta por el futuro, piensa en una carrera universitaria que le proporcione conocimientos y destrezas para gestionar ese trocito de campo que un día será suyo. Y nunca pierde la sonrisa: ni siquiera cuando admite que la mayoría de sus compañeras de instituto la ven como un bicho raro, porque sus intereses y aficiones no coinciden. Mira de frente y a los ojos. Y en esa mirada no hay espacio para el odio.
José, gitano de pura cepa, realizó en vida todo tipo de trabajos. Con apenas diez u once años se ocupaba de pasar la escoba por el salón del cine del pueblo, para así entrar gratis a las películas. Con el tiempo llegaría a convertirse en un referente insustituible que lo mismo se ocupaba de actualizar la cartelera como de atender a la limpieza de las instalaciones o de proyectar las películas y controlar los accesos al cine. Era la persona de confianza del juez de paz, a quien ayudaba en la panadería y en el reparto del pan por los campos; pero tampoco se arrugaba si había que recoger aceitunas o atender el molino. Se las ingeniaba también para trabajar de cobrador en el autobús que cubría el servicio entre dos poblaciones cercanas, o para operar el cine de verano de otra localidad vecina. Transcurridos ya casi veinte años desde su fallecimiento, el recuerdo de José se mantiene fresco entre las gentes del pueblo. Así lo testimonia el eco de una reciente publicación en que se le menciona: cinco mil accesos desde las redes sociales (el pueblo de José apenas sobrepasa los tres mil habitantes), y los comentarios más emotivos. Me quedo con éste, de una de sus hijas: “qué felices hacía a los niños en las sesiones matinales del cine. Cuando un niño no podía pagar, él lo dejaba pasar, no podía dejar a un niño sin pasar a ver los matinales. Aunque trabajó en muchos oficios su pasión siempre fue el cine, y hasta sus últimos días estuvo echando el cine en Torre del Mar”. Tampoco en la vida de José hay el menor atisbo de odio.