
A fines de julio de 2022, un Ayuntamiento de la provincia de Málaga (España) organizó un evento musical que se preveía multitudinario, sin haber contemplado mínimas medidas de seguridad ni acordado el establecimiento de un aforo. Alarmado por la gravedad de lo que pudo haber ocurrido –y de los sucesos que se registraron (avalanchas, menores extraviados, actos vandálicos, robos, peleas)-, vertí unas fuertes críticas a través de las redes sociales, en las que señalaba la ligereza con que actuó esa Corporación municipal, y exigí la correspondiente asunción de responsabilidades.
Muchos amigos y conocidos y personas anónimas que accedieron a ese texto compartieron mis puntos de vista y lamentaron la cobarde actitud de quienes debieron dar la cara, aunque ese gesto hubiera comportado una digna renuncia a un cargo municipal que, a todas luces, les venía demasiado grande.
Hasta aquí todo discurría con lógica y placidez, hasta que se produjo la intervención de un exaltado que, en un primer momento y sin ninguna prueba, sostuvo que yo escribía desde un perfil falso y que ocultaba mi verdadera identidad ¡como concejal de la oposición de ese Ayuntamiento! Una vez aclaradas las cosas, y sin que el energúmeno de turno hubiera ofrecido las razonables disculpas, volvió a la carga con el siguiente argumento, que reproduzco en su literalidad (tan sólo corrijo la ortografía): “si no eres de la oposición y tampoco tienes intereses cruzados, no entiendo cómo se puede hacer un comentario con tan mala fe”.
La anécdota, intrascendente en sí misma, resulta reveladora de un estado de espíritu que contempla cuanto ocurre en nuestro entorno social a través del exclusivo prisma de la política, sin que se alcance a comprender que también los ciudadanos podemos opinar, criticar o proponer, sin que haya mala fe cuando se formulan discrepancias y reproches sustentados en el amor al lugar donde se vive y en la indignación que causa la estolidez de gente inepta a la que pagamos para que sirvan a los intereses de la ciudadanía.
Sería triste renunciar al ejercicio del sentido común o al intento de llamar a las cosas por su nombre, simplemente porque no nos mueven los ‘intereses cruzados’ a que aludía mi detractor; pues, llevando ese pseudo-razonamiento hasta sus últimas consecuencias, yo sólo podría haber expresado mi malestar por el caos organizativo de aquel concierto si un familiar cercano hubiera resultado herido, atropellado o víctima de un robo. Porque, si no tocan a los míos… ¡a los demás que los parta un rayo!
Las personas que, en su condición de cargos públicos o de funcionarios, actúan con torpeza o negligencia merecen, sí, nuestro respeto, pero se hacen acreedoras del reproche, sin que exista mala fe en la publicidad de su insipiencia o de su desfachatez: de otra manera, los idiotas y los sinvergüenzas se perpetuarían al frente de las instituciones, ignorante la ciudadanía de sus errores y tropelías. Y continuarían aferrados a sus cargos aunque mediaran procesos electorales, porque, desconocedora la mayoría de los votantes de lo que ocurre ante sus propias narices, seguiría respaldando con sus sufragios a ‘los de siempre’, por aquello de que “más vale malo conocido que bueno por conocer”.
Pero no: en el sentir de ese iluminado defensor de los ‘buenos’ que inspiró estas reflexiones, si un ciudadano ejercita el derecho a la libertad de expresión, y sus juicios no son lisonjeros para los que resuelven (o no) los asuntos públicos, actúa movido por intereses ocultos e inconfesables y se hace sospechoso de infidencia, por cuanto burla unas reglas del juego –no escritas- que lo condenan a un perenne silencio.
Con verdad escribió Antonio Machado que “de diez cabezas, nueve embisten y una piensa”. Las mismas tensiones e idénticas cerrazones mentales observables en la clase política -donde la inteligencia es patrimonio de muy pocos, mientras el recurso al ultraje y la amenaza constituye el pan de cada día- se reproducen entre los ciudadanos, muchos de los cuales anteponen el insulto al argumento. ¿Pero impediremos la libre expresión de sus ideas al 10% de la población, que se presume ‘racional’, a causa del cerrilismo de la mayoría?
¿Deberé abstenerme de expresar mis puntos de vista o mis divergencias respecto al modo en que nos gobiernan quienes ocupan esos cargos de responsabilidad porque ahí los hemos instalado los ciudadanos? ¿Me resignaré a que el único gesto de mi participación en la ‘cosa pública’ consista en acudir a una urna periódicamente y a marcar unos nombres ya preseleccionados, con sus correspondientes apellidos?
¡No y mil veces no! No renegaremos de la condición de ciudadanos, y lucharemos contra quienes se proponen convertirnos en simples y pasivos votantes, materia informe susceptible de manipulación y de engaño.