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Investigación en Ciencias Sociales y Humanidades

Arístides Mínguez Baños. Adiós, muchachos; adiós, alumnos míos

3 comentarios

Este emotivo y demoledor artículo debería ser leído, con carácter obligatorio, por todos y cada uno de los paniaguados que, sin comerlo ni beberlo, se han encontrado al frente de los ejércitos de burócratas que siguen persiguiendo con saña de neófitos la completa destrucción de lo que fue el sistema público de enseñanza en España.

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La clase queda vacía. Abro de par en par puertas y ventanas para que se disipe el olor a humanidad. Huele a tigre en celo, diría mi padre, que también se curtió casi por cuarenta años en escuelas públicas. Es lo que tiene trabajar en salas abarrotadas de humanos que oscilan entre la pubertad y adolescencia, con la revolución hormonal y psicológica que conlleva.

Tras el recreo, entran los de 4º. Mi pesadilla: son 36. No me caben. Tenemos que hacer malabares con el exiguo espacio que le hemos robado a la biblioteca y los enrevesados protocolos anti covid que nos obligaron a implantar a principios de curso. Están como piojos en costura. Han tenido educación física y no todos se han aseado como sus profesores insisten. El tufo se hace insoportable. Tanto como el calor. La biblioteca, cosa extraordinaria, dispone de aire acondicionado. Alguno grita que lo conecte. Desde mi equipo directivo han pedido que economicemos gastos. La tarifa eléctrica se ha encarecido de manera brutal y los del gobierno de presuntos ineptos, tránsfugas y meapilas que asola la región llevan meses sin ingresarles regularmente a los centros públicos, haciendo casi imposible que se puedan afrontar los gastos corrientes. Nuestro secretario se niega a dejar de pagar a los proveedores: no puede hacerles ese roto a tantos autónomos y empresas, algunas del entorno. Toca sudar y no poner el aire. Agarro la gorra y me abanico la calva, sudorosa cual manantial: si yo, que peso unas cuantas arrobas más, puedo aguantar la calor, ellos, que son más jóvenes y esbeltos, podrán hacerlo también. La chuscada parece acallar sus protestas.

Es un colectivo endiablado: algunos son repetidores, otros han pasado con todas las asignaturas pendientes de 3º de la ESO, por imperativo legal. A bastantes les importa un bledo el sacarse el curso: vienen aquí porque se lo pasan mejor que en la calle, tienen a sus colegas y flirtean con las mozas o mozos de su edad, pero estudiar… que estudien otros. Total, para acabar en el paro o arrancando alcachofas como sus padres.

Los hay, en cambio, que desean estudiar, que ven en los estudios, en el sacrificio y disciplina que llevan implícitos, la única salida a una vida digna. Intuyen que cuanto más formados salgan más sencillo les será encontrar el rumbo en el laberinto de trampas y precariedades que les ofrece la vida real. Con mucha frecuencia, sus compañeros nos impiden dar clase con normalidad. Demasiadas interrupciones, llamadas de atención continuas, riñas o sermones para que cambien de actitud. Inútiles…

He llegado a implorarles que me dejen trabajar. Que respeten a sus compañeros. Que me respeten a mí. Que tengan consideración a las horas de preparación que he tenido que echar en casa para poder darles una clase en condiciones. Callan cinco minutos, pero, al cabo, alguno gasta una broma estúpida y toda la clase cacarea, riendo la guasa del gallito. Los del fondo vuelven a intentar alborotar el gallinero. Algunos, pese a las prohibiciones y recordatorios continuos, manipulan el móvil a hurtadillas.

Tomo asiento, derrotado, cada vez con más ganas de llorar y de someterme. Me miro en los ojos prístinamente azules de S, que se compadece de mi impotencia. Observo a J, cuyo padre abandonó Marruecos con toda su familia y se desloma en campos para darles estudios a sus niñas del alma. Recapacito sobre la “fauna” a la que se supone que he de ayudar a formarse en este centro del extrarradio. Entre mis chiquillos los hay de parentelas musulmanas, ucranianas, rusas, chinas, ecuatorianas, colombianas, pero todos ellos se sienten españoles (aquí han nacido los más y perciben la bandera suya), aunque los del partido ultra les nieguen esta patria por su raza o credo. A pocos metros se alza un poblado de gentes búlgaras a cuyos hijos hemos de atender. Muchos de mis zagales tienen la suerte de tener ascendientes que se preocupan de su educación y los cuidan con esmero, pero otros proceden de familias rotas. Algunos usan la ruptura de la pareja como arma arrojadiza y los críos están desbocados, pagando en sus carnes las desavenencias de sus padres. Otros tienen al padre en el talego o se pasan el día solos, a veces semanas, porque sus progenitores han debido marcharse a otros lugares para trabajar cogiendo la fruta que la temporada marque o porque laboran limpiando casas o en la hostelería con horarios terroríficos. Me golpea el conflicto que tuve con L. No cogió mi optativa, lo matricularon en ella no sé por qué motivo. Al verlo a disgusto le dije que yo tampoco lo había elegido a él, pero, si estaba en mis clases, era mi responsabilidad e iba a hacer todo lo posible por cumplir mi obligación y proporcionarle la mejor formación. Su actitud era pasiva. Se echaba a dormir. Una mañana tuvimos un encontronazo y lo cogí aparte para abroncarlo. Descubrí que sus padres continuaban en América, que él vivía con unos parientes en una casa compartida con personas extrañas y que, para ayudar a que su madre pudiera pagarse el billete a España, él trabaja atendiendo a un anciano y asistiendo a su familiar en el cuidado de su bebé. A veces el anciano o el niño le dan mala noche: por eso no puede evitar dormirse en clase. Cambió por completo la percepción que tenía de él: vi a un titán embutido en el cuerpo de una criaturica de 15 años. En la conversación descubrí que venía sin desayunar. Le imploré que me dejara invitarlo a diario en la cantina. Se negó. Yo no quería herir su dignidad. Le dije sin mentir que no era el único al que le echaba un cable. Nadie se iba a enterar: si no lo hacía, mi conciencia no me lo iba a perdonar. Desde entonces se sienta en primera fila. A veces no viene: sé que ha tenido mala noche y su menudo cuerpo no ha sacado fuerzas para soportar la larga jornada escolar. Ha aprobado todas las evaluaciones y recuperado la pendiente. Quiere ser mecánico. Le he hecho jurar que me tratará bien cuando le lleve mi coche.

Con J, S o L en el alma agacho la cabeza y embisto como un toro hacia la pizarra. Me fajo por esos muchachos míos que no se han rendido, a los que aún puedo transmitirles algo de cultura, de educación, de humanidad.

Me paro de vez en cuando. Intento reenganchar a alguno de los díscolos. A veces los dioses me conceden captar el interés de uno, aunque sea por fugaces instantes. Otros, en cambio, duermen sobre los pupitres. Pero son mis muchachos: no los puedo dejar arrumbados así como sí.

Para más INRI, tengo a críos con necesidades educativas especiales (ACNEE). Esas criaturas no son iguales que los demás. Necesitan una atención personalizada y constante, un especialista que les saque el mayor provecho posible, no que los dejen “tirados” en medio de una clase repleta. Por ley, un niño ACNEE debía computar como tres alumnos “normales”: así, si se aplicara ésta, mi clase sería de 42 personas. Y eso, hoy por hoy, es una ilegalidad. Pero los caciques de siempre se pasan sus propias leyes por la entrepierna y con los recortes, aumentan el número de alumnos por aula y reducen el número de profesores, tanto de apoyo como los del resto.

[…]

Miro, entristecido, las aulas que se van vaciando. Intento recordar las caras de los que se han ido a buscar su destino fuera de estos muros. Siento nostalgia. Pero también rabia e impotencia, porque no he podido dar todo lo que podía a las personas que la sociedad ha puesto a mi cargo. Porque no puedo más, porque me siento incapaz para tener más alumnos que este año y tener que prepararme más asignaturas, para las que no he sido formado. Porque ellos tienen derecho a contar con profesores especialistas, motivados, ilusionados y comprometidos.

Porque a mi alrededor, entre mis compañeros, veo caras desoladas, derrotadas, desilusionadas. Porque están destruyendo la Educación Pública. Porque mis alumnos, mis zagales, mis hijos sólo pueden contar con ésta para labrarse un camino en la vida.

Cierro las persianas. Apago las luces, mientras me despido de los que han sido mis muchachos. Y, ya casi sin fe, ruego a mis dioses que me concedan las fuerzas suficientes para seguir amando esta profesión e intentar dar lo mejor de mí a los chicos que me encomienden en el futuro. Pero sé que los dioses nos han abandonado y sólo nos han dejado al frente de educación a chupacirios, a tecnócratas o pseudopedagogos que no valen ni para guano y que, sin tener ni pajolera idea de cómo huele a pie de tiza un aula pública, se atreven a robar el futuro de un país con sus leyes esquizofrénicas e inanes. Y esto se lo achaco igual a gobiernos del PSOE, PP o Podemos, como los que han venido destrozando la educación en los últimos decenios, pariendo leyes cada cual peor que la anterior. Nombres como Solana, Maragall, Aguirre, Wert, Celáa deberían pasar al muladar de la infamia por su crimen lesae educationis. Saben que una sociedad más formada y comprometida no toleraría su mediocridad, su estolidez e incompetencia por muchos escaños o despachos enmoquetados que pisen. Ellos sólo creen en el dios Mercado. Para ellos, mis alumnos, mis hijos sólo son carroña.

Adiós, mis muchachos, adiós, alumnos míos: gracias por haberme enseñado tantas cosas, gracias por hacerme creer que con algunos de vosotros los bárbaros no podrán y que España aún tiene esperanzas.

Os prometo que intentaré luchar con dientes y empellones, si falta hiciere, para que podáis elegir vuestro rumbo y no os obliguen a emigrar de vuestra España, ni os fuercen a ser las putas y chaperos de los millonarios que vengan a Eurovegas o engendros semejantes por alumbrar, ni los lacayos de los alemanes, holandeses, nórdicos y británicos que practican el turismo basura y tratan a los españoles (a los mediterráneos todos) como el estercolero de la Troika.

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3 pensamientos en “Arístides Mínguez Baños. Adiós, muchachos; adiós, alumnos míos

  1. OL´É, OL´É, OLÉ. Después de leer tu artículo me he cargado de esperanza. Todavía hay personas que como tú y como yo, confían en que un mundo mejor es posible si cada uno hace lo que debe en la parcelita que le ha tocado vivir. Alégrate por ese chico que gracias a ti hoy es mecánico. Estoy segura que en el cielo cuando se enteraron de ello hicieron una fiesta. QUE DIOS TE BENDIGA!!!

  2. Pingback: Homenaje de alumnos y profesores a un profesor navarro | ICSH

  3. Bonita historia, puro hijo de su padre que fue mi profesor, en una bonita aldea de Elche de la Sierra

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