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Investigación en Ciencias Sociales y Humanidades

Pablo Rosero Rivadeneira. Un libro sobre la memoria compartida (Benamocarra y sus gentes)

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Recogemos aquí las palabras pronunciadas por Pablo Rosero en el acto de presentación de este libro, coordinado por Manuel Ferrer Muñoz y editado por la Editorial Centro de Estudios Sociales de América Latina (Acceso al libro a través de este enlace).

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Apreciado público, querido Manuel, amigos que nos escuchan desde el otro lado del océano:

¿Dónde quedará Benamocarra? me pregunté yo cuando Manuel me conversó de su proyecto en las tantas y extensas notas de voz de whatsapp que hemos cruzado por otro proyecto que verá pronto la luz: un libro sobre las secuelas psicológicas del terremoto que destruyó mi ciudad natal, Ibarra, en el norte del Ecuador, en 1868.

Con la ayuda de Google Maps pude trasladarme -al menos virtualmente- a esa, para mí, lejana población de Andalucía. Desafortunadamente, las imágenes de “Street View” apenas me permitieron ver unas cuantas calles y me dejaron con ganas de conocer más. Quiera Dios que en no lejano tiempo pueda “cruzar el charco” para visitar Andalucía y, en general, la tierra española que alberga parte de mis raíces más remotas.

Le contaba a Manuel que el libro que hoy ve la luz me emociona sobremanera, habiendo yo crecido en San Roque, un poblado de la provincia de Imbabura, en el norte de los Andes ecuatoriales, cuyas tradiciones, costumbres y recuerdos enhebraron en mí la vocación por el rescate de la memoria: la memoria no sólo de los grandes hechos y efemérides, sino la memoria de los hombres y mujeres del pueblo que todos los días echan a andar la rueda de la historia.

Sostengo que la historia no está en los papers ni en las eruditas publicaciones académicas. La historia, a mi modo de ver, se transmite, como me la transmitieron a mí mis abuelas: al calor de la hoguera familiar, desgranando los frutos de la tierra o compartiendo el café de las cinco. En este mundo vertiginoso, líquido y relativo, ¡qué falta nos hacen espacios que nos humanicen! ¡Cómo se nota la ausencia de esos momentos de confidencia familiar que nos transmiten identidad y nos ayudan a crecer como fibras de un tejido común!

Como seguramente ustedes habrán visto por la televisión o por el internet, mi país acaba de salir de dieciocho días de oscuridad. Oscuridad nacida de un conflicto de identidad irresuelto y alimentado por un sistema educativo corrompido y revisionista, que enseña a los niños a odiar lo que debería ser la razón misma de su ser: su historia, su geografía, su literatura… ¡sus raíces! Un sistema que enseña que el título está por encima de la persona y no al revés.

Perdónenme si hago aquí una remembranza personal. Quiero contarles cómo entró en mí la pasión por la historia. Se la debo a mi maestro de tercer grado de primaria en Ibarra, el profesor Julio Arturo Puente Chávez, uno de esos “viejos anacrónicos” de los que habla Pérez Reverte en el libro que ahora presentamos.

Nos llevaba este viejo profesor mío por las calles de mi ciudad, explicándonos el origen de sus edificios y sus gentes. Se paraba en medio del tráfico para explicarnos los límites de nuestro barrio y nos enseñaba a los hijos de los años ochenta sobre cómo pedir posada cuando el atardecer nos pille a medio camino entre un pueblo y otro.

La palabra de mi viejo maestro, de mi maestro único y anclado en otro tiempo, germinó en mi corazón. Me enseñó a volver a lo esencial para capear con fortuna el vendaval de estos tiempos borrascosos.

Y esa sabiduría transmitida por los viejos es el gran rescate hecho por Manuel en el libro que presentamos. Un pozo de sapiencia natural al que acudir para calmar la sed de estos tiempos ahítos de tecnología y desprovistos de espíritu.

Confieso que aún no he podido leer el libro con el detenimiento que merece. Pero, desde ya, hay páginas que me han tocado el corazón. El hombre aquél que no va a la iglesia porque está peleado con Dios me recuerda a una humilde mujer, que yo vi a mis 15 años, cargada de bolsas de plástico, ante la imagen de la Virgen de los Dolores, increpándola: “No tienes corazón, Lola, no te da pena verme así, pobre y desvalida, sin nada para comer, sin ganas de vivir”.

La palabra de un abuelo, en cambio, alimenta el alma y abriga el corazón. Nos llena de ganas de vivir y construir. Nos hace darnos cuenta que no somos seres echados al mundo como proponía Heidegger y que sí somos y existimos es porque tenemos la capacidad de reconocernos en los Otros y construir con ellos un proyecto de comunidad.

Las palabras de los viejos de Benamocarra, sus recuerdos, sus tradiciones, sus saberes, sus alegrías y dolores me han remitido a las míos propios. Me han hecho revivir las confidencias transmitidas por mis abuelas. Y en ese revivir y sentir me he percatado de cuánto de ellas me integra y me constituye. Su voz orientadora y sabia ha vuelto a resonar para mí en la trayectoria vital de personas del otro lado del mar. Y es por eso que este libro es de imprescindible lectura: porque en medio del tráfago y la confusión de la postmodernidad, la voz de los mayores nos llama a hacer un alto, volver a las raíces y respirar aire fresco en la atmósfera enrarecida de estos tiempos.

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