
Hoy, el blog de SAICSHU se ve honrado por el testimonio de vida de una persona a la que tuve el privilegio de conocer hace muy pocos años, no mucho después de mi regreso a España, terminada mi última aventura académica, otra vez en tierras americanas.
Desde hace un cuarto de siglo, Adeli lucha contra la ataxia, y ha encontrado en ese combate el sentido de una vida que constituye un maravilloso ejemplo de fortaleza y de servicio a los demás. No combate sola. A su lado, un hombre de una pieza, enamorado, fuerte y siempre alegre. Muy cerca, un pequeño entorno de amigas –soy el único hombre infiltrado en ese selecto círculo de allegadas-, que comparte un proyecto de escritura creativa en torno al cual se tejen ilusiones, intimidades, complicidades y, sobre todo, esperanzas. Cada una de las personas de ese estrecho círculo vive su día a día con toda intensidad, con los inevitables altibajos y zozobras, y las alegrías y tristezas que nunca faltan. La enfermedad es una invitada frecuente, a la que damos acogida cordial, como la que se dispensa a un familiar querido, pero inoportuno, con el decidido propósito de despedirla cuanto antes con la misma cordialidad con que le dimos la bienvenida.
El amor a la literatura, a la palabra escrita y al pensamiento creativo, crítico y comprometido, concebido como vía hacia la liberación del peso muerto de las pequeñas calamidades diarias, se ha convertido en el denominador común a partir del cual Adeli y sus ‘amigas’ hemos desarrollado trayectorias que se cruzan y que nos ayudan a elevar el vuelo.
Adeli no se queda a la zaga en creatividad ni en entusiasmo ni en fuerza expresiva, y aspira a que su voz resuene con fuerza y penetre en los oídos de todos aquellos que, ante las arremetidas de la enfermedad -o de lo que las gentes consideran desgracias-, andan encogidos, apocados, huérfanos de esperanza.
Presten atención a este mensaje; y, tras su lectura, enfréntense a sí mismos y adviertan que sólo se vive una vez. ¡Y la vida es un don divino!
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¡Hola! Mi nombre es Adeli, y tengo cincuentaiún años. Sufrí una hemorragia cerebral -un accidente cerebro vascular- cuando contaba poco más de un cuarto de siglo de vida: un aneurisma que estaba instalado en una arteria se inflamó y obstaculizó el riego normal del cerebro; la arteria reventó y entró sangre en el cerebelo, que es donde radica la coordinación y el equilibrio del cuerpo. En consecuencia, me quedé como un bebé recién nacido que no tiene fuerza para sujetar su tronco ni su cabecita. Para que todos entendáis bien lo que me pasó, fue como si a un ordenador le entra líquido y se borran todos los datos. Mi cuerpo y mi cerebro no funcionaban al mismo ritmo: el primero mandaba órdenes al segundo, y éste no obedecía.
La hemorragia cerebral también produjo en mi cuerpo otros daños, como una hemiplejia en el lado izquierdo, una parálisis facial en media cara, y disartria en la voz. Se me puso la boca casi en la oreja; dormía cada noche con el dedo en la boca tirando para el otro lado, pues pensaba que durmiendo así se me pondría la cara bien; y cada mañana, al despertar, pedía un espejo para ver mi cara. Observaba también si mi voz volvía a ser normal. ¡Pero todo seguía igual un día tras otro!, y me decía a mí misma: bueno, puede ser que mañana sea ese gran día. A veces, sonrío recordando esas pequeñas cosas que yo hacía pensando que eran las correctas. ¡Qué ingenua era! Hoy, al pasar los años, me doy cuenta del significado de aquellas acciones: que la esperanza de volver a estar bien nunca me abandonó.
También afectó a mi deglución, padecía de atragantamientos, sobre todo con líquidos. Mi vista, de igual forma, se vio alterada: no podía fijarla en nada, ni en libros, ni en la televisión. ¡Tenía los ojos como Marujita Díaz, dando vueltas!
El diagnóstico de los médicos era que yo no podía caminar porque sentía miedo de hacerlo: al haber superado la hemiplejia, no encontraban otra explicación. De ese accidente cerebro vascular quedó una secuela, “la ataxia”, por entonces una perfecta desconocida. Se explica así que me diagnosticaran tan a la ligera. Tras dos meses de hospitalización me dieron el alta médica, y me comunicaron que ya no podían hacer nada más por mí; que, cuando estuviera rodeada por gente “normal”, me entrarían ganas de estar bien y que se quitaría todo. Suena un poco a risa, pero así fue. Visité a unos cuantos psicólogos, pero ninguno sabía decirme qué me pasaba: y era lógico, pues no padecía ningún trastorno psicológico. Yo tenía claro que algo se había apoderado de mi cuerpo, y miedo os puedo asegurar que no era.
Caminar era para mí, y lo es todavía, como ir sobre un cable, como los equilibristas en el circo. Como hay más de doscientas patologías (los propios enfermos sabemos más de la ataxia que los especialistas de la medicina), la mía es muy desconocida porque, a simple vista, no se distinguen los síntomas; además, muchos (la forma de hablar, de andar) son parecidos a los de una persona ebria. Ante el desconocimiento, ¿qué es lo más fácil? Juzgar a la ligera, ¿verdad? Y por eso mucha gente, cuando me ve, piensa que estoy borracha; o peor aún, puesto que se me dificulta el habla, me toman por discapacitada psíquica, y se ponen a hablar con la persona que me acompaña, ante mis propias narices, preguntándole cosas sobre mí, ¡como si fuera invisible! ¡Eso me da más rabia! Que conste que yo sólo hablo de mi experiencia personal con la ataxia, de mi perspectiva y de mis vivencias. Cada cual sabrá el camino que lleva recorrido y las piedras que ha debido sortear.
¿Ayuda psicológica? Afortunadamente no necesité, supe llevar la situación bastante bien. Yo misma me sorprendo cuando recapacito sobre todo lo vivido. En un mismo día pasas de tu rutina diaria (trabajo, sueños, ilusiones…, como cualquier chica de tu edad que empieza a vivir) a una cama de hospital con tubos y máquinas por todos lados, sin capacidad para moverte por ti misma, y con plena conciencia de todo. Y rondan preguntas sin respuesta: ¿qué está pasando, si ayer celebraba en las fiestas de mi pueblo que había aprobado el carnet de conducir, y ahora me veo clavada en esta cama? ¡Ufff!, es bastante duro. ¿Para qué engañarnos? Pero la esperanza ayuda mucho, y es lo último que se pierde.
En una de mis revisiones me tocó un médico del que no querría acordarme. Me dijo que iba a ir degenerándome hasta quedar hecha un vegetal. Cada persona es un mundo y generalizar es, sencillamente, una barbaridad. Se puede causar mucho daño con unas palabras desafortunadas sólo porque tú tengas un mal día. Lo que él no imaginó nunca es cuánto me ayudó al hablarme así, porque, lejos de hundirme, sus palabras me sirvieron como trampolín para mi recuperación. Basta que te digan que no puedes hacer algo, para que digas: mira cómo lo hago.
Mi madre, que me acompañaba durante esa revisión, al escuchar aquellos disparates, sintió como si le clavaran una estaca en el corazón. Resultaba todo tan surrealista que llegué incluso a pensar que aquel “sabio doctor” se habría equivocado de informe médico. Así que, atónita, miré de reojo a mi madre. Ese doctor sin alma no se había dignado saludarme cuando entré a su consulta; no levantó la vista del papel que sostenía en sus manos, ni tan siquiera mostró curiosidad por conocer el rostro que había detrás del informe que atrapaban sus dedos. ¿Y, así, a ciegas, se atrevió a valorarme? ¿Cómo se aventuró a decir aquellas sandeces sin poseer apenas conocimientos de la enfermedad? ¿De qué autoridad se creyó investido en su prepotencia? Eso fue lo que más daño me causó: la cara de dolor de mi madre, sus ojos brillantes, su nudo en la garganta que le impedía articular palabra. Jamás olvidaré ese momento tan horrible. Aunque resulte incomprensible, salí de aquella consulta con más fuerza que nunca. Había perdido la batalla, pero supe que iba a ganar la guerra.
Ahora no estoy bien al cien por cien, pero tampoco tan mal como me dijeron. Muchas lágrimas y sudores llevo derramados durante estos años para conseguir disfrutar de una mejor calidad de vida y de una independencia total en mi casa. En la calle necesito ayuda, y sigo teniendo dañada la voz. A los afectados de ataxia nos queda un largo camino que recorrer todavía, necesitamos mucha investigación para que se encuentre la cura o algún tratamiento que frene su evolución, porque hay casos altamente invalidantes. Nuestra medicina, hoy por hoy, es mucho ejercicio físico. Yo tuve que reeducar mi cerebelo, fui a fisioterapia, natación, logopedia, acupuntura, utilizaba las cartillas ésas de “Rubio”, que, cuando éramos pequeños, usábamos en el colegio para aprender a escribir.
Un buen día se me ocurrió la idea de compartir mi experiencia, así que escribí mis vivencias con la ataxia en redes sociales, y recibí una multitud de comentarios agradeciéndome el haber hecho esta enfermedad un poco más visible. Decidí entonces escribir un libro contando más detalles. Y a ese libro siguió otro. Yo quería hacer algo por ayudar a los afectados, lo tenía claro, así que decidí vender los ejemplares del libro por Facebook. Me sorprendió que me pidieran tantos, la verdad, y lo recaudado fue íntegro para investigación de la ataxia. Mis libros no habían pasado por ningún editor, ni se vendían en ninguna librería, sólo a través de mí se podían adquirir. Un amigo me ayudó a encuadernarlos y prepararlos, aunque él no se dedicaba a eso. Tal vez nos parezca que nuestro esfuerzo es insignificante, pero todos podemos ayudar, somos como una simple gota en el océano, pero sin esas gotas no existiría el océano.
Muchas personas se sentían identificadas conmigo, y otras, que no tenían discapacidad, veían que también se puede ser feliz con ciertas limitaciones. Yo lo soy, aunque tengo mis días malos como todo el mundo; suelo buscar el lado positivo de todo lo que nos pasa.
Ya han pasado siete años desde que mi primer libro viera la luz, y aún hay personas que me escriben emails o me mandan mensajes en los que me cuentan sus vidas con una confianza sorprendente. Yo me siento encantada de que compartan conmigo su intimidad.
Hoy, que casi he logrado salir de ese mundo de la discapacidad, miro atrás, y veo que todo el esfuerzo llevado a cabo ha merecido la pena. Así que aconsejo a todo aquel que me esté escuchando, y que tenga una discapacidad, que trabaje y luche por obtener una mejor calidad de vida, aunque no haya cura; que, sentándose en un rincón a llorar y a lamentarse por el propio estado, no se soluciona nada. No hay que dar saltos de alegría encima de la cama por tener ataxia, pero tampoco hay que esconderse debajo de ella. La vida es así: a quien le toca, le toca; y mejor afrontar lo que venga. Hay que coger el toro por los cuernos, que hay mucha vida detrás de la ataxia. ¿Sabéis eso que dicen?: al que le duele la muela, es el que se la saca. Pues eso mismo.
¿Rechazo por ser discapacitada?… Yo puedo darme con un canto en los dientes en lo referente al apoyo familiar: por ese lado no lo sentí. Lo de los amigos es otra historia, triste en apariencia. Ya no podía realizar ciertas actividades que compartíamos, y mis necesidades también eran diferentes. Por eso, algunos de ellos, los más diplomáticos, empezaron a distanciarse poco a poco; otros, más bruscos, cortaron de golpe. Yo no quiero gente a mi lado que no me quiera sin mis galones, y esa poda me vino muy bien. Ahora sé que los que están es porque quieren estar.
Con la sociedad en general, sí hay rechazo todavía. Sólo diré que, si no hubiera exclusión, no existiría la palabra inclusión, que ahora está tan de moda. Vamos de solidarios y de “guays”, pero la realidad es muy distinta. Podría enumerar infinidad de obstáculos y estorbos que tiene que sortear un usuario de sillas de ruedas para circular por la calle: rampas tan empinadas que parecen toboganes, escalones kilométricos en establecimientos públicos, o señores-señoras que dejan el coche en aparcamientos reservados para minusválidos, o en bajadas de las aceras.
Yo tengo la capacidad para sostenerme en pie, aun con esfuerzo, y saltar tanto las barreras arquitectónicas como las mentales, que suelen ser peores. Pero ¿qué hace quien está obligado a permanecer siempre sentado? No le queda otro remedio que quedarse en el sofá de su casa, contratar Netflix, hacer las compras por Amazon, y encargar que le lleven la comida a su domicilio. Para esas personas, salir a la calle en silla de ruedas es una auténtica aventura, que enfada, quita las ganas de respirar fuera de casa y las emplaza a esta pregunta descorazonadora: ¿por qué tiene que ser la vida tan difícil para mí?
Entenderéis muy bien, a la vista de cuanto llevo dicho, que el aislamiento social es una realidad cercana que acecha a muchas, muchísimas personas; y que curar el dolor que causa esa sensación de soledad exige bien poco: tan sólo la capacidad para ponerse en los zapatos de esas personas. Porque vosotros mismos, en un viraje brusco de los que da la vida, podríais veros obligados a afrontar el resto de vuestras existencias desde esa otra perspectiva que seguramente nunca habéis imaginado.
26 mayo, 2022 en 10:35 am
Está claro que es la más valiente del mundo.
Sigue viviendo y disfrutando del mundo que nos rodea.