
Este artículo, publicado en Cali Cultural, núm. 175, octubre de 2012, muestra al vivo el lastre que padece una ciudad tan emblemática como Cali, ensalzada hace un año como un icono cultural por un periódico español, y catalogada como «Destino líder en cultura de Sudamérica» en dos ediciones consecutivas de los World Travel Awards, que, por contraste, vive sumida en una crisis permanente provocada por la deficiente gestión municipal, la pobreza extrema de algunos sectores, el deterioro de la convivencia provocada por la inseguridad de las calles, y la carencia de un proyecto compartido por todos los sectores ciudadanos, que se manifestó de modo violento en el estallido social que sacudió a la ciudad el pasado año, del que dimos oportuna cuenta en este blog.
Si bien pudo pensarse, cuando apareció el artículo que hoy se reedita, que su autor cargaba las tintas, inducido por una vivencia personal no precisamente agradable, el tiempo ha venido a demostrar que el diagnóstico era tristemente acertado y que lo que ha venido después era consecuencia lógica de un estado de cosas que tal vez nadie con responsabilidad de gobierno ha sido capaz de encarar.
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Cali, miércoles, 29 de agosto de 2012: una piedra lanzada por una alimaña humana contra un transporte colectivo abarrotado de personas roza la cabeza de un niño de cinco meses, y no impacta en ella de puro milagro. Me parece que este incidente es razón de peso para que abramos una pausa de reflexión y nos preguntemos por qué la brutalidad imperante (dos días después, un par de petardos hirieron a ocho personas). ¿Qué ha sucedido para que una y otra vez, durante dos largos siglos, hayan fracasado los intentos de convivencia entre nosotros? ¡Qué trágico acierto el de Marco Palacios al titular uno de sus trabajos con el significativo “Colombia: ni estado de guerra, ni estado de paz; estado de proceso de paz”!
Nuestro problema no es la guerrilla, no es la inseguridad ciudadana, como tampoco lo es la proliferación de salvajes como el cobarde autor de la pedrada a un vehículo cargado de personas que, tras un día de trabajo, regresaban a sus casas. El problema de Cali, como el de Colombia, no es específicamente caleño ni colombiano, aunque presenta ingredientes particulares: y son suficientes para colmar toda una despensa.
Las guerras civiles que se sucedieron desde la independencia, continuadas por los conflictos de las guerrillas, nunca terminaron con el hallazgo de un espacio común de convivencia. Los privilegios de la vieja sociedad modelada durante los siglos de dominación española nunca se extinguieron, sólo cambiaron de depositarios; y la proclamada igualdad ante la ley nunca ha dejado de ser –como mucho- una bienintencionada y tímida aspiración utópica traicionada por un cúmulo inconmensurable de corrupción rampante.
El materialismo práctico de las sociedades occidentales capitalistas del siglo XX –sociedades opulentas, que sustituyeron la trascendencia por la comodidad- echó raíces profundas en Colombia y contribuyó a agrandar las diferencias entre quienes viven en la prodigalidad más insultante y quienes de todo carecen y codician abierta o discretamente las riquezas ajenas.
El culto al cuerpo convirtió a muchas de nuestras mujeres en carne de quirófano en obsesiva busca de medidas ideales, de pechos descomunales, de rostros de princesas. A nuestras niñas les hemos robado la infancia con los ridículos concursos de belleza en las escuelas, alentando neciamente su ingenuo afán de preadolescentes que las impulsa a vestir y comportarse como señoritas que no aún son. Y nuestros jovencitos se miran en el espejo de artistas, cantantes, pandilleros o narcos: encantados de haberse conocido a sí mismos, carentes de seso y abotargados en su intelecto por una estupidez que, si no es congénita, ha sido adquirida con meritorio esfuerzo.
La indiferencia por lo que no nos atañe de modo directo nos impide fijar la vista en las necesidades de quienes se cruzan en nuestro camino. No tenemos ojos para los pobres ni para los viejos ni para los niños pequeños ni para los feos. El endurecimiento del corazón se traduce en las miradas endurecidas, incapaces de percibir la emoción que causa la inocencia de los niños de pocos meses. Solo miramos alrededor para asegurarnos de que nadie nos sigue con intención de asaltarnos o para contemplar con descaro a una mujer bonita o un carro lujoso, que igual da: hasta esos extremos se ha cosificado a la mujer.
Muchos de los que piden una limosna y son rechazados, aun con buenas maneras, envuelven al otro en una mirada de odio y no escamotean maldiciones en voz baja o no tan baja. Se retiran babeando insultos mientras componen la cara para la siguiente representación que, casi con certeza, terminará como la anterior con injurias proferidas sotto voce.
Nuestras calles son testigos de cruces de insultos, cuando no de golpes entre automovilistas o peatones o entre unos y otros. Quedaron relegadas al olvido las normas de urbanidad que aprendimos de nuestros abuelos, porque en la selva urbana no hay espacio para el respeto ni la cortesía.
Y después de este listado de desafueros y calamidades, ¿nos extraña que nuestros conciudadanos piensen en espacios geográficos lejanos para escapar de la pobreza, la opresión, el miedo, la prepotencia de los que mandan olvidados de su condición de servidores públicos?
Urge, pues, movilizar las reservas de nuestra conciencia cívica y auspiciar programas que recuperen lo que fuimos. En esa tarea de gigantes, la educación cumple un papel fundamental; pero lo grave es que los primeros educadores son los padres. ¿Y somos los padres caleños capaces de anteponer los valores a nuestras comodidades?