
Resulta cansina la insistencia con que personas de talento que se prodigan en las redes sociales –no quiere decir esto que las redes sociales estén sembradas de personas de talento- rebaten opiniones no coincidentes con las suyas, remitiéndose a experiencias anteriores que sólo de modo parcial se relacionan con los hechos que –supuestamente- se analizan, para rechazar con esas ficticias antítesis un juicio que consideran erróneo.
Por remitirnos a un campo tan rancio como el de la política española, basta emitir un comentario crítico hacia el Partido Socialista Obrero (antes, Español), para que, de inmediato, surja la aguda apostilla de que el Partido (Im)Popular cometió atrocidades cuando gobernaba, sin reparar en que el contraste establecido mezcle el tocino con la velocidad, por cuanto se trata de situaciones o de acontecimientos que no resisten la comparación. Tal vez hooligans y adversarios del PSO(E) y del P(I)P se acercarían más a la verdad si compartieran sentidos mea culpa y lloraran juntos por la inoperancia, la insensibilidad o la corrupción instaladas en las cúpulas de una y otra formación política.
A raíz de la trágica y reciente invasión de Ucrania por tropas de la Federación Rusa –que algunos interpretan como premonitoria del próximo estallido de la Tercera Guerra Mundial, cuando no ya su comienzo-, enseguida han aparecido voces discrepantes de la opinión generalizada que condena al presidente ruso, Vladímir Putin, y señalan los nombres de expresidentes de los Estados Unidos –Bush, Clinton, Obama- como responsables de invasiones como las de Afganistán o Irak, justificadas en pruebas que el tiempo reveló falsas. ¿Excusará ese “y tú más” un silencio cómplice ante hechos abominables, por muchos antecedentes que evidencien el acoso de la OTAN a Rusia durante las últimas dos décadas?
¿Y qué decir del antagonismo casi existencial entre ‘negacionistas’ y ‘tragacionistas’ del relato oficial sobre la ‘pandemia’ del COVID?
Lo cierto es que, tras la virulencia con que se enzarzan sostenedores y críticos de tesis esgrimidas y aireadas en organizaciones internacionales, gobiernos de países y medios de expresión que han dejado de merecer la menor credibilidad, subyace la imposibilidad técnica y práctica de acceder a la verdad, oculta por medio de mecanismos sofisticados y entresijos difíciles de escudriñar. Temo que los historiadores de las generaciones venideras se encontrarán también en serios aprietos para analizar y desentrañar los relatos que se nos imponen desde arriba, exigiendo nuestro asentimiento.
Por todo lo anterior resultan aconsejables la templanza y un sano escepticismo a la hora de opinar sobre sucesos que sólo conocemos a través de las exposiciones de otros. Asumida la práctica imposibilidad de convencer a quienes se han aferrado acríticamente a convicciones que consideramos erradas, siempre será preferible respetar que insultar: de poco o de nada sirve que reiteremos con enojo nuestros puntos de vista, si nuestros interlocutores encallaron en una interpretación que niega el derecho a la discrepancia.
Yo sí puedo opinar acerca de lo que ha ocurrido ante mis ojos y afirmar con rotundidad que tal o cual persona llevó a cabo esta o aquella acción. A veces resultará preferible extender un piadoso manto de silencio y, en otras ocasiones, un imperativo moral desatará mi lengua para denunciar a los autores de actos infames o vergonzosos. Así, porque he sido testigo presencial, afirmo que me han robado las guindillas que cultivaba en mi jardín, imprudentemente cercanas al muro exterior; que el currículo elaborado por el Ministerio de Educación de España para los estudios de Primaria presenta muchas más sombras que luces; que la corrupción campa a sus anchas en algunas universidades ecuatorianas; que el párroco de mi pueblo es una excelente persona, o que resultó gratificante la reciente estancia de unos días en una casa rural de Trevélez, municipio de la Alpujarra granadina, así como el trato recibido de parte de su propietario.
Sí respetaré las creencias religiosas de los demás, o sus inclinaciones políticas o estéticas, incluso su apoyo a equipos de fútbol o a jugadores de tenis que rivalizan con mis favoritos; y exigiré que se me dispense el mismo trato. Pero me comprometo ante mis lectores a no hacer nunca uso del “y tú más”, que entorpece cualquier vía de entendimiento.