
Junio de 1975. Apenas terminados los últimos exámenes de 5º curso de Filosofía y Letras, especialidad de Historias, en la Universidad de Granada (España), emprendí viaje a Sevilla, donde transcurrirían los meses que faltaban hasta la llegada de octubre. Objetivo: ocuparme en la tesis de licenciatura que, comenzada durante el último trimestre, debía terminar a tiempo para trasladarme a Italia antes del 15 de octubre, si quería gozar de una beca que me permitiría pasar una larga temporada en el país alpino.
La estancia en Sevilla se sustentaba en dos razones de peso: los repositorios documentales y bibliográficos (Archivo General de Indias y Biblioteca Americanista) y la residencia en esa ciudad de mi directora de tesis, la Dra. María de Lourdes Díaz-Trechuelo, especialista en Historia de América y de Filipinas, cuya vivienda familiar se situaba en el Barrio de Santa Cruz, a la vera del Archivo de Indias.
Enseguida organizamos un exigente plan de trabajo que debería permitir, a marchas forzadas, la terminación de la tesis antes de que partiera el último tren para Roma (esta floritura literaria tiene algo de verosimilitud, ya que, después de haber viajado en tren de Granada a Barcelona, tomé allí otro que habría de conducirme a Roma en circunstancias un tanto azarosas, por cuanto las últimas condenas a muerte del régimen franquista habían suscitado indignación en toda Europa, y alentado esporádicos ataques a intereses españoles y a medios de transporte procedentes de España).
Todas las mañanas de aquel verano sevillano transcurrían en el Archivo, y las horas de la tarde se repartían entre las consultas en la Biblioteca y la elaboración de notas manuscritas que enseguida se incorporaban a un primer borrador del texto de la tesis. Cada quince días acudía a casa de Lourdes y allí, acogidos por la frescura del patio y en un entorno arquitectónico de gran belleza y sencillez, departíamos brevemente e intercambiábamos papeles: yo entregaba mis avances, ya redactados, y Lourdes me devolvía los textos que le había entregado dos semanas antes, con las oportunas advertencias y correcciones.
Cumplimos el objetivo, y defendí la tesis con éxito en el plazo previsto. Y, aunque sólo de modo muy esporádico volví a reencontrarme con Lourdes, esas pocas conversaciones acabaron por consolidar una relación de afecto que sólo se truncó -aparentemente- cuando un Domingo de Ramos de 2008, Lourdes decidió que era ya hora de marchar a la Casa del Padre.
No sería razonable que, con tan breve recorrido académico bajo la dirección de Lourdes, me arrogara la condición de discípulo suyo, que sí merece -y así lo proclama con orgullo- mi buen amigo Antonio García-Abásolo, su digno sucesor en la cátedra de Historia de América en la Universidad de Córdoba. Pero sí debo dejar constancia, como testigo privilegiado, de las excelentes condiciones de Lourdes como docente y de su dedicación generosa y afable a quienes recurríamos a ella en nuestros primeros trabajos de investigación.
Si la calidad humana y la valía científica de la Dra. Díaz-Trechuelo dejaron en mí un impacto inolvidable, no fueron menores la admiración y el afecto que me inspiró el Dr. Ignacio Olábarri, que dirigió mi tesis doctoral entre 1984 y 1990. Su clarividencia se agrandaba por una extraordinaria capacidad de trabajo y por una dedicación entusiasta y vibrante a su quehacer investigador y docente, siempre honrado, crítico y comprometido con la búsqueda de la verdad, más allá de los tópicos al uso. Aprendí de él que las bases de una investigación han de ser muy sólidas, asentadas en muchas horas de consulta en archivos y bibliotecas, y que, antes de plasmar en un texto escrito las conclusiones y los resultados obtenidos a partir de la indagación en las fuentes y la bibliografía, sirve de mucho la discusión franca y el contraste abierto de pareceres con otros colegas, ya sea en conversaciones informales o en seminarios.
Conservo impresa en la memoria la estampa de Ignacio, trabajando en una mesa de la Biblioteca de Humanidades de la Universidad de Navarra contigua a la mía. Devoraba libros, en los que intercalaba numerosos papelitos que registraban notas de sus lecturas, escritas con avidez y soltura admirable, con una letra menuda, apresurada e inquieta, pero perfectamente legible.
Lourdes e Ignacio sí merecen la consideración de maestros, por su saber y su querer, por su talante universitario, por la sinceridad con que llamaban pan al pan y vino al vino, por su capacidad de atender siempre con afecto y con talento cualquier consulta que les fuera planteada, con oportunidad o sin ella.
Al testimoniar mi agradecimiento a esas dos personas, entrañables por tantos motivos, me resulta difícil evitar una mirada nostálgica hacia un pasado que parece abocado a la extinción. Mucho me temo que las generaciones futuras deberán realizar un alarde de imaginación para hallar auténticas razones de peso que les permitan honrar la memoria de quienes fueron los mentores que las acompañaron y empujaron por las vías del conocimiento, del estudio y de la investigación.
Acceso al texto en la fuente original, La Clave, Cuenca, Ecuador
21 enero, 2022 en 12:02 am
Me resultó muy ameno el relato, gracias por compartir tus recuerdos.