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Investigación en Ciencias Sociales y Humanidades

Manuel Ferrer Muñoz. La dictadura perfecta

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Como muchos de los hallazgos políticos más duraderos, el recurso a la dictadura fue ocurrencia de los romanos. Y funcionaba a medias: cuando cundía el caos y un general poderoso se revolvía contra otro poderoso general, o cuando una emergencia militar amenazaba el orden establecido, se investía a un magistrado de poderes casi plenos: pero con una importantísima restricción, pues el ejercicio de su imperium no era indefinido, sino sujeto a una limitación temporal.

Pasaron los siglos, el mundo siguió su curso, mecido por las bajezas y grandezas de la condición humana, se privó de libertad a muchos hombres y a otros se hizo creer que eran libres, para someterlos con más eficacia y menos gasto. Y, cuando declinaba el siglo XIX,  Karl Marx y Friedrich Engels acuñaron el término de dictadura del proletariado. Pronto Vladimir Lenin transfirió al Estado la capacidad de imponer sus normas y de aherrojar las libertades individuales, supuestamente bajo la dirección de la clase obrera: lo que, sin género de duda, era mucho decir… Y se olvidó que la dictadura era una letra de cambio, con fecha de vencimiento: se la quiso perenne. No tardaría en identificarse a ese Estado dictatorial con el Estado de partido único. El experimento ha sido duradero, pues, a pesar del fiasco de la descomposición de la Unión Soviética y de sus Estados satélites, el caso de China demuestra que su vigencia no ha caducado.

La evolución del socialismo a la socialdemocracia permitió que el ya experimentado invento liberal-capitalista de los partidos políticos se implantara como modelo de organización política en casi todo Occidente. Y, a pesar de sus inconvenientes, se consolidó como el menos malo de los regímenes políticos: preferible, sin género alguno de duda, al socialismo soviético, que acabaría por cavar su tumba en 1991, por simple consunción, sin necesidad de ninguna ayuda externa.

Pero la condición humana parece reclamar la supremacía del yo sobre el ; y, ante la dificultad de que un yo se perpetúe en el tiempo, se recurrió al nosotros. Si un partido político no obtenía una mayoría parlamentaria que le permitiera aplicar su programa sin restricciones, se vio que podría alcanzarse ese objetivo, siquiera de modo parcial, atrayendo el voto de congresistas de otras formaciones políticas, tal vez pequeñas e irrelevantes, pero con representación parlamentaria y, por consiguiente, con capacidad de entregar votos al partido mayoritario: un préstamo que, obviamente, no es a título gratuito, sino que se financia con ajustes en los presupuestos anuales de los Estados, de manera que los pequeños puedan esgrimir ante sus votantes clientelares pequeños o grandes bocados en las partidas de los presupuestos, obtenidos mediante la venta de sus votos.

Lógicamente, lograr consolidar esas constelaciones de partidos con carácter duradero no es un camino fácil, pero ayuda mucho la demonización del partido mayoritario de oposición. Así, todos a una, consiguen burlar enmiendas legislativas, ahogar iniciativas parlamentarias contrarias a sus intereses, e imponer por las bravas un programa de gobierno, por estrambótico que sea, sin que la aislada y desorientada oposición pueda hacer más que vociferar y desgañitarse en los congresos. Humo de pajas, a fin de cuentas.

Todo se guisa en las sedes de los partidos y en los pasillos de los lujosos edificios que albergan a los dignos representantes de la soberanía nacional. Los plenos de los congresos son meras representaciones teatrales -burdas operetas-, donde lo histriónico y el vociferío campan a sus anchas. Y el pueblo, oportunamente manipulado y carente de reaños, acata con docilidad esas normas del juego supuestamente democrático, sacralizadas mediante una simbología que busca enaltecer la dignidad del Poder Legislativo.

¿Y si ese pueblo, que, aunque formal depositario de la soberanía nacional, no deja de ser plebe, populacho, se atreviera a pensar por cuenta propia, en lugar de sumarse a los aplausos que se escuchan en los ostentosos salones donde los parlamentarios escenifican la comedia que les proporciona un status que, de no haber incursionado con éxito en la política, les hubiera estado vedado? No es práctico enviar tanquetas contra manifestantes -¡no da votos!-, por lo que habrá que tolerar incluso una destrucción dosificada del mobiliario urbano: porque una represión demasiado contundente de la canalla ensucia la limpia imagen democrática de los gobiernos. Resulta más funcional atajar las causas remotas de esos posibles desmanes mediante un paciente trabajo de desarme y modelaje de las conciencias: y éste es el sofisticado proceso que avanza como mancha de aceite en numerosos países que se definen democráticos.

El bombardeo de mensajes publicitarios a través de unos medios de comunicación sometidos a los detentadores del poder político; la imposición de dogmas que han de ser acatados si quiere evitarse el estigma de réprobo apestado; la manipulación de la enseñanza de la historia, que se reescribe según la conveniencia de los de arriba; la distribución de libros de texto cuyos desarticulados contenidos incursionan en el terreno de la estupidez; la eliminación de las humanidades en los programas de estudios, para asegurar que las nuevas generaciones crezcan incapacitadas para ejercitar el intelecto… todo ello conduce a la ‘inmunidad de rebaño’: inmunidad ante la peligrosa tentación de cuestionar los designios de los que mandan, inmunidad ante la paranoia de pretender pensar por propia cuenta, inmunidad ante los riesgos del atrevimiento a la crítica del orden establecido, como si este mundo que se les ofrece desde el Poder Absoluto no fuera el mejor de los mundos posibles.

El experimento parece haber funcionado a plena satisfacción. Se ha logrado la conversión del hombre en oveja: tan idiota como manso. Quienes fueron por lana regresaron trasquilados. Aparentemente, se han cegado los caminos que conducen a la libertad.

Pero no perdamos la esperanza: el hombre recuperará la vista: y se deshará de las actuales estructuras de poder, sin recurrir a la violencia, porque la historia de muchos siglos le ha enseñado que quien a hierro mata, a hierro muere.

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