
Vaya por delante una aclaración, que no considero superflua. No formo parte de ningún grupúsculo izquierdista radical, de ésos que presumen de haber reducido a pavesas la bandera de Estados Unidos y de haber apagado el fuego con su pis. Hasta en eso me considero una persona de buen gusto.
Tampoco voy a decir que se me vaya la vida entonando ditirambos en honor de los Estados Unidos de América del Norte; porque no es mi tipo esa práctica aduladora, y porque hay muchos episodios de la corta historia de ese país que me causan un profundo disgusto: desde la Guerra de Texas (1835-1836), que redujo a México a la mitad de su territorio nacional, hasta su mezquino aprovechamiento de la debilidad de España en el último tramo del siglo XIX para inmiscuirse en la Guerra de Cuba con la no declarada intención de convertirla, a efectos prácticos, en una colonia del imperio que empezaba a forjar, en el que los demás países americanos constituían invitados de piedra, sujetos a los intereses del coloso norteamericano.
Y, ya en el siglo XX, el ingreso de Estados Unidos como factor clave de la política internacional, derivado de las excepcionales circunstancias de la II Guerra Mundial, daría pie a un protagonismo cada vez más insultante, sustentado en su condición de gran potencia que derrotó a Alemania y Japón y que plantó cara a la URSS cuando, de la mano de un enloquecido Stalin, pretendió imponer su brutal sistema de gobierno a medio mundo.
Abandonado su tradicional aislamiento, desde que se involucrara en la Gran Guerra (1914-1918), las complejidades de la política internacional han constituido tradicionalmente un laberinto del que Estados Unidos casi nunca ha logrado salir airoso. Nombres como Vietnam, Afganistán, Irak… hablan por sí mismos.
Y, si se revisan las experiencias vividas por Estados Unidos de puertas para adentro, volvemos a encontrar debilidades y contradicciones. La Guerra de Secesión (1861-1865) que enfrentó al sur con el norte dejó tan profundas huellas que, en realidad, nunca se borraron, como lo demuestran la ininterrumpida proliferación de banderas confederadas y los horrores y la discriminación a que fue sometida la población ‘negra’ hasta bien entrado el siglo XX (¿será que ya se les han abierto las puertas, de par en par, y disfrutan de las mismas oportunidades que los descendientes de anglosajones?). ¿Y qué decir del exterminio de los nativos a quienes se expulsó de sus tierras y se encerró en reservas, aislados e incomunicados del mundo blanco de los colonos?
La apertura a la población ‘latina’ y el coqueteo de los políticos con ese amplio sector del electorado apenas disimula el desprecio que inspira a quienes se consideran miembros de la aristocracia ‘blanca’: por eso, los puntos de vista muchas veces despectivos con que se contemplan los problemas nunca resueltos de Puerto Rico.
Podría pensarse que la cultura del éxito económico, tan arraigada en la sociedad estadounidense, se halle en la base de una especie de bipolaridad nacional, que se hunde hasta los infiernos en la Gran Depresión (1929) y cree haber escalado los cielos cuando sus astronautas alcanzan la Luna (1969), o cuando la extinción de la URSS y el desmoronamiento de su imperio (1989) parecían anunciar la apoteosis del Tío Sam.
Esa tendencia a la esquizofrenia y a la contradicción, patente ya en la misma declaración de independencia, podría explicar la simplicidad del lenguaje político que, aplicado a la política exterior, insiste con cansina machaconería en la adjetivación de ‘buenos’ y ‘malos’. Y es que, en nombre de un malentendido pragmatismo, se abomina de la reflexión filosófica, de los análisis no urgidos por contingencias pasajeras, de la autocrítica, del estudio de la historia. Más allá de la espléndida realidad estadounidense, pareciera que se extiende sólo un dilatado y estéril paraje de sombras, ajenas a la modernidad, ancladas en esquemas periclitados, contaminadas por ideologías rencorosas.
El culto al dinero, como plasmación del éxito en la vida, de raíces calvinistas, sigue condicionando en Estados Unidos mentalidades y modelos de vida. Importa el éxito, logrado a partir de una competencia inmisericorde en la que todos los medios son lícitos. Y quien triunfa se convierte en un semidiós, admirado por su entorno social, acaparador de solicitudes de autógrafos… y despreciado por sí mismo. ¡Cuántos inexplicables ejemplos de autodestrucción o de suicidios podríamos traer a cuento para ilustrar esta tesis!
Y no parece que el limo de que están confeccionados los pies del gigante norteamericano se transforme en material sólido y consistente por el mero hecho de que unos resultados electorales determinen un cambio de inquilino en la Casa Blanca. El relevo de Trump por el escasamente perspicaz Biden habla de modo convincente de lo iluso de esa esperanza.