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Investigación en Ciencias Sociales y Humanidades

Antonio Caballero. El uribato y la paz de Santos

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“Mano firme, corazón grande”, anunció Uribe. Había practicado su mano dura en Antioquia como gobernador, donde había presidido la creación de setenta organizaciones cívicomilitares armadas llamadas paradójicamente Convivir, que combatían con terror el terror de la guerrilla. Con el respaldo financiero del Plan Colombia negociado por Pastrana con el presidente norteamericano Bill Clinton, Uribe emprendió una política de guerra total contra las Farc (y secundariamente contra el ELN) bajo el rótulo de “seguridad democrática”. Hizo aprobar un impuesto de guerra. Duplicó el pie de fuerza del Ejército y la Policía. Organizó una retaguardia de “soldados campesinos”, y quiso, sin lograrlo por razones presupuestarias, respaldarla con un millón de informantes pagados. Devolvió la presencia de la Policía a doscientos municipios que carecían de ella. Y pronto se vieron notables resultados, en especial en la recuperación del control de las carreteras troncales del país, en las que la guerrilla practicaba mediante retenes móviles armados el secuestro indiscriminado de viajeros, que llamaba “pesca milagrosa”. En resumen, y aunque a costa de numerosos abusos y detenciones arbitrarias, la “seguridad democrática” del presidente Uribe puso a las Farc en retirada por primera vez en muchos años.

Por la existencia del conflicto armado —que negaban el propio Uribe y sus principales consejeros, para quienes lo que había en el país desde hacía cuarenta años era simplemente » narcoterrorismo” dentro de un paisaje que no era de desplazamiento forzoso y masivo de personas, sino de robusta y saludable “migración interna”—, Colombia se convirtió en una excepción en la América Latina del momento, donde proliferaban los gobiernos de izquierda: Venezuela, Ecuador, Bolivia, Chile, la Argentina, el Brasil, Uruguay. La población colombiana siempre ha sido predominantemente reaccionaria, “un país conservador que vota liberal”, lo definía con acierto el líder conservador Álvaro Gómez, sin precisar el motivo de ese voto contradictorio: el miedo a los gobiernos conservadores; en respuesta al accionar de las guerrillas, que se calificaban de izquierda, la derechización se pronunció todavía más.

Colombia ya era para entonces un país de desplazados. Unos seis millones de refugiados del interior, la mitad de la población campesina, campesinos expulsados de sus tierras expoliadas por los narcos y los paras con la complicidad de políticos locales, de notarios y jueces, y de las fuerzas armadas oficiales. Cinco millones de colombianos en el exterior, de los cuales unos miles exiliados por razones políticas y los restantes millones emigrados por motivos económicos, a Venezuela (más de dos millones), a Europa (sobre todo a España), a los Estados Unidos (600.000 sólo en la ciudad de Nueva York), al Canadá, a Australia, al Ecuador, a la Argentina. Colombia exporta su desempleo, y recibe a cambio anualmente varios miles de millones de dólares en remesas familiares. Y eso va acompañado por una concentración creciente de la propiedad de la tierra: una tendencia que viene desde la conquista española, continuada en la eliminación de los resguardos indígenas por los gobiernos republicanos, agravada por el despojo a los pequeños propietarios en los años de la Violencia liberal-conservadora y rematada luego por las adquisiciones de los narcotraficantes y los desplazamientos del paramilitarismo.

 Si a las guerrillas el gobierno de Uribe les presentó guerra total, a los paramilitares les ofreció en cambio puente de plata. No en balde las zonas dominadas por el paramilitarismo habían sido claves en su victoria electoral del año 2002. Y es por eso que, cuando empezaron las investigaciones judiciales a los políticos por paramilitarismo, el presidente mismo les recomendó a los congresistas de la bancada gobiernista que votaran por los proyectos del gobierno antes de que los jueces los metieran a la cárcel. Pero entre tanto, algunos de los más conspicuos jefes del paramilitarismo fueron llevados por el gobierno para ser oídos por el Congreso: Salvatore Mancuso, Ernesto Báez (que más tarde serían condenados a muchos años de cárcel). Otro más, Carlos Castaño, se convirtió en una estrella de la televisión dando entrevistas en las que exhibía ostentosamente sus armas, sus hombres y sus uniformes camuflados de las AUC, Autodefensas Unidas de Colombia. Y finalmente el gobierno les dio una generosa ley de “Justicia y Paz” que propició la desmovilización de más de treinta mil combatientes, cuando sus diferentes grupos sumaban, según se decía, sólo 18.000. Entregaron 16.000 armas. Algunas de las rendiciones fueron tan grotescamente de sainete que acabaron siendo causa de que se acusara penalmente al Alto Comisionado de Paz, Luis Carlos Restrepo, de “falsas desmovilizaciones”. Mientras estaban en teoría concentrados en el pueblo de despeje de Santa Fe de Ralito, los “paras” seguían organizando contrabandos de droga sin que pasara nada. Cuando empezaron a declarar ante la justicia, catorce de sus cabecillas fueron extraditados a los Estados Unidos para ser juzgados allá por narcotráfico, dejando pendientes sus crímenes en Colombia: masacres, descuartizamientos, desapariciones.

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