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Investigación en Ciencias Sociales y Humanidades

Manuel Ferrer Muñoz. La sumisión de los ciudadanos al Estado

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Hace más de dos siglos, los súbditos de algunos países europeos empezaron a convertirse en ciudadanos titulares de derechos y de deberes. Este giro revolucionario constituiría uno de los elementos claves que marcaría la desaparición del Antiguo Régimen.

Los totalitarismos del siglo XX, que golpearon con fuerza al Viejo Continente, no lograron derribar la fortaleza de los Estados liberales, que, para adaptarse a los nuevos tiempos, evolucionaron hacia el modelo de la socialdemocracia, concebido como una rectificación parcial del individualismo liberal para reforzar las instancias públicas y contener el ‘desenfreno’ liberal, permaneciendo intactos los principios políticos básicos del liberalismo democrático.

La segunda década de la actual centuria asistió en algunos países de Europa a un renacer apresurado y efímero de los modelos comunistas, supuestamente purificados de la brutalidad de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, de sus satélites del este de Europa, y de los bárbaros experimentos registrados en países asiáticos, de los que no se libra la China de Mao. Y los partidos socialistas occidentales, que habían abrazado mayoritariamente el credo socialdemócrata, acometieron la búsqueda de unas renovadas señas identitarias que impidieran la fuga de sus votantes hacia formaciones políticas más genuinamente de izquierdas. Fue éste el caso del Partido Socialista Obrero Español que, de la mano de su actual secretario general, ha emprendido una trayectoria desconcertante y errática, asumiendo cuantas causas puedan reportarle votos, por más que esas reconversiones sucesivas empiecen a marcar una deriva hacia ninguna parte.

Profesionalizada cada vez más la actividad política y alejada de su sentido originario de defensa de los intereses de los ciudadanos, en muchos países se ha convertido en un envidiable medio de vida, bien remunerado, que garantiza un régimen de privilegios a quienes ingresan en las estructuras partidistas y se acomodan en ellas con vocación de perennidad.

La consecuencia lógica del auge y desarrollo de esa nueva ‘aristocracia’ -llamémosla así- es un alejamiento creciente y alarmante entre gobernantes y gobernados, convencidos estos últimos de la inanidad de sus esfuerzos por desmontar el tinglado de intereses creados.

Obviamente, quienes detentan el poder -según el riguroso significado del verbo detentar, desconocido por la ignorante clase política- se esfuerzan por garantizar su permanencia en los centros de decisiones y de manipulación, al costo que sea. Y, conscientes del desprecio que inspiran en la sociedad civil, traman mil argucias legales para perpetuarse en su pequeño mundo paradisíaco por medio de la eliminación de contrapesos y de organismos autónomos de fiscalización.

Sentados esos precedentes, y tras la insólita experiencia de la pandemia del coronavirus y de los poderes excepcionales que asumió el Ejecutivo tras la proclamación del estado de alarma, se entiende que las neuronas de los asesores del césar que gobierna reclamando para sí la confianza ciega de los españoles -los pocos que quedan, si se excluye a catalanes, vascos, gallegos…-, se ocupen en diseñar mecanismos que prevengan el peligro de una reasunción por los ciudadanos del espíritu crítico. Por eso, la demencial y aberrante política en materia educativa, que conducirá a la canonización de la idiotez; por eso, la creciente censura de la libre expresión, y, quién sabe si también por eso, el anteproyecto de reforma de la Ley de Seguridad Nacional aprobado recientemente en el Consejo de Ministros, que no ha tardado en levantar suspicacias y recelos entre intelectuales no adoctrinados, que, aun desconocedores de los detalles de la reforma, alertan de «importantes riesgos» de extralimitaciones y abuso de poder del Ejecutivo, y de la amenaza que se cierne sobre derechos fundamentales de los ciudadanos.

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