
Iván Duque preside un país en llamas. Desde que el pasado 28 de abril se iniciaron las protestas, no hay día en que Colombia no se vea sacudida por la violencia. El detonante ha sido la reforma tributaria, el proyecto estrella del mandato de Duque. Una ley que, mediante un aumento de la presión fiscal, pretendía aliviar la deuda generada por la pandemia y enviar un mensaje de rigor a los mercados. El resultado fue bien distinto.
La medida tocó el nervio profundo de la nación sudamericana y desató la mayor revuelta de los últimos 70 años. De poco sirvió retirarla. El incendio era ya imparable. En menos de un mes han dimitido el ministro de Hacienda, la canciller y el alto comisionado para la Paz; Colombia ha perdido la sede de la Copa América y Standard and Poor’s ha rebajado la calificación de la deuda. Pero eso ha sido lo de menos. Sobre el asfalto han quedado más de 50 cadáveres y 2.000 heridos. Los bloqueos a carreteras y grandes ciudades asfixian la economía y los episodios de brutalidad policial y linchamientos se suceden por doquier.
De la noche a la mañana, un país que intentaba salir de un largo y doloroso conflicto armado ha vuelto al túnel. Los motivos son aún objeto de discusión, pero hay coincidencia en que los estragos de la pandemia, que ha disparado la pobreza a niveles de hace una década (42% de la población), acrecentaron un malestar antiguo del que ha emergido una Colombia indignada y harta.