
Corren tiempos difíciles y cuesta mantener viva la ilusión en el día a día, ante la acumulación de malas noticias y el aparente fracaso de los idealistas que sueñan -¿soñaban?- con un mundo mejor. Contemplar el futuro con esperanza es un ejercicio que plantea retos muy difíciles incluso a los más entusiastas.
Vivimos una época propicia para los marisabidillos, los sabelotodos, los pedantes hinchados de autosuficiencia.
La universidad -esa institución que otrora acogía lo mejor y propiciaba la libertad creadora e investigadora- bosteza, aburrida y avergonzada de sí misma, apartando la mirada de los fatuos trepas arribistas, expertos en hinchar sus curricula con supuestos méritos rutilantes, que destellan con el brillo del oropel vano.
No importa lo que se sea ni lo que se valga. Cuentan los ‘méritos’ que pueden pesarse, contarse, medirse. Importan sólo las apariencias.
En busca de una utópica e imposible ‘objetividad’ se han inventado mecanismos supuestamente asépticos y en verdad estúpidos, como la ANECA (Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación) en España, dedicados a la ‘científica’ evaluación, certificación y acreditación de los méritos de quienes aspiran a plazas de docencia-investigación.
Las rigideces, las inconsistencias y la necedad de una pretensión cuantificadora del saber constituyen un terreno abonado para el astuto desempeño de los redichos y repelentes personajillos con los que abríamos estas reflexiones. La cancha queda a su disposición para su personal y exclusivo disfrute, porque el verdadero mérito es incompatible con la ridícula vanidad de quien dedica su tiempo a contar cuántas referencias aparecen a sus publicaciones en artículos de colegas, y se afana -hasta perder el sueño- en obtener constancia del día y hora en que empezó y terminó la impartición de un programa académico, del número de horas que duró un seminario en el que participó, de la indexación de las revistas que acogieron artículos de su autoría…
El pensamiento ha huido de las aulas universitarias y brilla por su ausencia en ese remedo que es la enseñanza virtual.
Un repaso a los cursos de formación online ofrecidos por empresas que, a cambio de suculentos ingresos, participan en la farsa instrumentada por las instituciones de los Estados constituye un ejercicio de autoflagelación intelectual y moral, cuando se palpa el grado de estupidez que destila el obsesivo afán por controlar que se han leído todos los contenidos del programa, que se han hecho los penosos ejercicios de evaluación, que se ha gastado ante la pantalla del ordenador un inconmensurable número de horas.
Convertimos el saber en una mercancía, que se cotiza al alza, y no porque se ame la sabiduría -¡Dios nos libre!-, sino porque el acceso a una certificación que ‘garantice’ la personal valía intelectual es clave para acceder al sistema y poder sestear en él el resto de nuestros días, si se puede, con la única razonable exigencia de no contradecir los valores del sistema ni de pensar por cuenta propia.
Y, sin embargo, el aprecio y la dicha de vivir en libertad resultan incomparables con el mezquino placer que deriva del pesebre lleno a rebosar para satisfacción del asno. Se entiende, pues, que Spinoza, uno de los más comprometidos amantes de la libertad, titulara así el último capítulo del Tratado teológico-político, uno de sus libros más audaces: “En el que se hace ver que en un Estado libre es lícito a cada uno no sólo pensar lo que quiera, sino decir aquello que piensa”. No olvidemos nunca que la búsqueda sincera y comprometida del saber, de la verdad, sin anteojeras ni cortapisas, nos hace libres. Y no renunciemos a un don tan excelso por un plato de lentejas, como el que sedujo a Esaú y le costó la primogenitura.