
Nuestra visión eurocéntrica de la historia a menudo nos lleva a exageraciones y equívocos. Es lo que ocurre en el caso de la transición al Japón moderno, a mediados del siglo XIX, en lo que lo habitual es subrayar la meteórica modernización de un país que, solo unos decenios atrás, había sido una especie de antigualla feudal.
Sin embargo, el llamado periodo Edo -que comprende unos 250 años hasta 1868- no fue tan atrasado como se suele creer y, de hecho, fue su ‘siglo de oro’ en el ámbito cultural.
Siendo eso cierto, también lo es que la llegada a las costas de Edo (actual Tokio), en julio de 1853, de cuatro modernos barcos de vapor estadounidenses supuso un auténtico terremoto político y social para los japoneses. El país había vivido los últimos dos siglos aislado y la apertura al comercio (a la fuerza) con los países occidentales, arrasó con el régimen tradicional y propició el inicio de un periodo de rápida industrialización y democratización liderado, paradójicamente, por una figura tan arcaica como el emperador.
A esa transición, traumática, compleja y acelerada, se la suele bautizar como Bakumatsu, literalmente el ‘final del Bakufu’ o del shogunato.