
El pasado 8 de octubre se cumplieron los ochenta años de la muerte de Manuel Azaña Díaz-Gallo Muguruza Catarineu, quien tenía, por sus abuelas, raíces vascas y catalanas. Concepción Catarineu Pujals, nacida ya en Alcalá de Henares, descendía de una familia originaria de Arenys de Mar. Huérfano desde muy joven, Azaña vivió parte de su infancia en el viejo caserón familiar alcalaíno bajo la tutela de la abuela Catarineu.
Fue uno de los mejores prosistas españoles del siglo, dotado de una gran sensibilidad artística: “Gredos, el valle del Manzanares, el pinar de Balsaín… apropiándome por la emoción de tales lugares he sido más rico que todos los potentados del mundo”. En ocasiones parecía un esteta extraviado en el mundo de la política: “La Morcuera (el paisaje del Guadarrama) me interesa más que la mayoría parlamentaria y los árboles del jardín más que mi partido”. Se definía como “liberal, intelectual y burgués”. Su hábitat natural habría sido la Francia de la III República o el parlamentarismo británico, más que el pasional ruedo ibérico en el que le tocó lidiar, esa “República sin republicanos”, con una clase media endeble y dividida, acosada por unas izquierdas proclives a la revolución y unas derechas con tendencias fascistas, unas y otras dispuestas a recurrir a la violencia. Azaña necesitaba a los militares para frenar a los obreros y a estos para parar a los militares, y tuvo que ver, impotente, cómo ambos se enzarzaban “desde 1934 en una carrera ciega hacia la catástrofe”. Su fracaso y el de la República que personificaba fueron los de una España que no supo encontrar un marco de convivencia.