
El texto que sigue pertenece al prólogo con que se abre el poemario Travesías urbanas de Jacqueline Murillo, al que hemos dado amplia cobertura en el blog en el curso de las últimas semanas, precisamente porque constituye un ejemplo paradigmático de cómo la poesía, sin dejar de ser fiel a sí misma, se erige como arma de denuncia y como herramienta para atajar una enfermedad cuyas raíces son profundas.
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Estas Travesías urbanas de Jacqueline Murillo representan tanto una catarsis como una denuncia moral, desde una perspectiva exquisitamente literaria, de una sociedad enferma y corrompida, muchos de cuyos vergonzosos desajustes quedan registrados y desenmascarados con agudeza y valentía, con empatía y sin medias tintas, por quien ha atravesado una y otra vez las calles de la gran ciudad, enfundada en su vocación pedagógica, y ha contemplado con impotencia la podredumbre de un mundo incapaz de acoger a niños engendrados por la calle, sin un hogar capaz de procurarles el calor imprescindible para su maduración como personas. En cuanto catarsis liberadora, las Travesías urbanas -ese ir y venir a todo correr, con los ojos abiertos y el alma en carne viva- ejercen un efecto purificador que excita la compasión y sacude la indiferencia de ese ‘posible lector’, a quien la autora invoca desde su modestia.
La magia de la expresión poética de Jacqueline nos lleva de la mano a unos ámbitos quizá desconocidos, quizá orillados -prostitutas, culebreros, miserables andrajosos, víctimas del conflicto armado de Colombia-, en los que incursiona con tal vehemencia, que arrebata el espíritu del ‘gozoso lector’, lo inunda de terapéutico dolor y lo compromete, porque, al revelarse esas realidades cotidianas ante sus ojos, lo hieren, lo fuerzan a tomar partido y lo transforman en ‘quijote’.
La literatura vence así la inercia de nuestra comodidad y de nuestra hipócrita ceguera y cautiva nuestro ánimo, al tornarlo inconforme, cumpliéndose así la aspiración vertida en estos versos: “el poema / vive por sí solo / en su palabra”, con su propia magia, capaz de iluminar los más oscuros antros y los más negros corazones. A fin de cuentas, ¿qué son esos versos sino palabras que “siempre me coquetean / sonrientes y cómplices / en las noches y sin nombrarlas”? Pero persiste la duda existencial cuando se contrasta la aparente inutilidad de la palabra, incapaz por sí misma de modificar un estado de cosas que se le impone; de ahí el angustioso interrogante: “¿para qué escribes si no puedes liberar tu alma?”.
Desfilan por estas páginas personajes memorables, como Pastora, alumbradora de luz en medio de las sombras; ese hombre templado -con la fuerza de la nobleza y alas para soñar-; los niños que deambulan por “senderos de asfalto”, “por andamios del hampa / en las calles de Bogotá” cuyas vidas “se condensa[n] en un horizonte de humaredas”: sin que falten ‘Noticias de ultramar’, de la mano de una remembranza emocionada del mar Mediterráneo, “cercano y extraño” y acogedor del forastero. En ‘Elogio del olvido’, lo cotidiano se vuelve fantástico y se resucitan los recuerdos de un pasado dejado atrás, tal vez el mismo que en ‘Delirium’ evoca el amante cuya voz se ahoga en suspiros.
Abundan expresiones de amor, de un lirismo encendido y de un extraordinario ímpetu poético: no es sólo el ya referido ‘Delirium’; es también el caso de las otras ‘Elucubraciones nocturnales’, como ‘Susurros’ y ‘Aurora boreal’. No faltan momentos de profundo desaliento y amargura y de “emociones escondidas” que parecen preludiar un mañana sin estrella, descritos con dramatismo y maestría en ‘Decrescendos emocionales’. Pero todo ello culmina con un canto de serena esperanza: “ahora, en la estepa que queda del tiempo, / el fulgor de los recuerdos, / como suave bálsamo, / a veces inunda mis pensamientos. / Un nuevo lugar ad portas del final / se aposenta a mi vera”; porque el ansia de levantarse en medio de la nada se impone y acaba por dar sentido al caminar.