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Investigación en Ciencias Sociales y Humanidades

La palabra escrita, ¿un arma de combate?

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Reproducimos un artículo de Santiago Gamboa que, con el título de ‘Peligros compartidos’, se ha publicado en El Espectador hace unos días, justo antes de que el Gobierno de coalición de España pusiera en marcha un comité para controlar la ‘desinformación’, en una paradójica aparente reedición de la Ley Mordaza que tan acerbamente criticara el hoy vicepresidente 2º en marzo de 2028.

El motivo de la polémica está en la decisión del Ejecutivo de impulsar, a través del Ministerio de la Presidencia, un plan para actuar contra la desinformación y la difusión “deliberada a gran escala y sistemática de mensajes falsos que persiguen influir en la sociedad con fines interesados y espurios”. Por mucho que el Gobierno sostenga que “en ningún caso vigilará, censurará o limitará el libre y legítimo derecho de los medios a ofrecer sus informaciones”, late el peligro de que esas cautelas escondan la instauración de una “censura previa para los medios libres”.

En todo caso, y para elevar las miras, disfruten con la lectura de Gamboa.

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Leo en la sección ‘Hace 100 años’ de un periódico la siguiente noticia: “La Asamblea Departamental del Huila aprobó la ordenanza número 31, que determinó que a partir de la fecha la Gobernación vigilará por medio de juntas de censura todas las obras que se vendan en las librerías o que sean para lectura en las bibliotecas públicas. Todo libro que atente contra las buenas costumbres, el orden social o la moral pública será destruido”.

¡Cuánto ha progresado este país! Cabe decir, eso sí, que la ordenanza habla de libros y no exige que se castigue al autor, lo que es bastante moderno si se lo compara con la situación de unos 30 años antes, cuando el presidente Rafael Núñez, en 1886, pidió la cabeza de Vargas Vila a causa de sus críticas y escritos políticos.

Del otro lado del mundo, en la década de los 30, el poeta ruso Ossip Mandelstam dejó para la historia una frase ingeniosa y brutal, refiriéndose a la URSS de esos años: “Este es el único país que da un valor tan supremo a la poesía: incluso matan por ella”. La repetía cuando se enteraba de la muerte de algún poeta en un campo de trabajo de la Unión Soviética, hasta que él mismo murió en uno de ellos, en Vladivostok.

Las rígidas ideologías del siglo XX, tanto el socialismo y el comunismo como el fascismo y las dictaduras militares, han sido particularmente duras con poetas y escritores. Ambas vieron en los libros un peligro que en el fondo no tenían y por eso persiguieron o desterraron a sus autores, desconociendo que la literatura, en el fondo, es frágil y que nunca en la historia ha provocado grandes cambios en las naciones. Ninguna revolución que yo conozca partió de un poemario o de una novela, y la literatura tampoco cuenta con divisiones armadas como para derrocar un régimen. Mucho menos para detener una guerra. Lo he dicho varias veces por estos días, cuando se me pregunta (por Zoom) qué puede hacer la literatura colombiana para contribuir a la moribunda paz, sobre todo cuando sus principales verdugos están en el poder.

Lo que sí puede hacer la literatura es cambiar a los individuos, uno a uno. Los miserables, de Victor Hugo, es una escuela contra la injusticia y la opresión. Las novelas de Salgari y su héroe malayo Sandokán, lo mismo que el Diario de Ana Frank, son antídotos contra el imperialismo, el racismo, la xenofobia y el antisemitismo. El otoño del patriarca, de García Márquez, o Yo el Supremo, de Roa Bastos, previenen contra la idea hoy anacrónica de un golpe militar y un régimen dictatorial uniformado. Nada nos indica que esos libros hayan provocado cambios colectivos, pero tampoco es imposible que algunos de sus lectores hayan llegado a posiciones de poder y entonces sí podría escucharse su lejano tam tam. La pregunta sería: ¿son mejores los líderes políticos que leen literatura? Habría que mirar caso por caso, pero yo diría que sí. Una persona que lee dispone de más armas para comprender la vida y la condición humana. Pero lo cierto es que, destruyendo libros, arrestando a sus autores y en algunos casos incluso a sus lectores, esos regímenes oscurantistas y anacrónicos no hicieron más que convertir la literatura en un tigre de papel, dándole un poder que en el fondo nunca tuvo ni ha tenido. Y que tampoco le hace falta.

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