Llegó sin previo aviso, corrió la cortina de la oscuridad y se posó en mi silencio. De pronto me encontré con el mutismo de mi propia voz, recorrí espacios de otrora para escudriñar en ellos la verdadera esencia de mi existir; quizás todavía podía unir los rescoldos de ausencias y enmendar en ellos el paso imperecedero del tiempo. Quise detenerlos, mirarme en el espejo, viajar al interior, buscar el camino y reanudar los pasos para reconocer en ellos el vacío que dejaron los años de tanto correrle a la vida.
Inventaba estrategias, me apresuraba a concretar proyectos, miraba al infinito; un trance inhóspito de sucesos desfilaba en mi pensamiento, me mecía en los aires por los espacios de ultramar, pero nunca intenté buscar en lo más cercano la mínima posibilidad de hallar un regazo en mi mente de tranquilidad.
La vida era una máquina que presurizaba todo lo que veía; la estrepitosa ansiedad dejaba a su paso una estela de humo grisáceo. Una contienda de personajes inermes arrastraba las tribulaciones del engañoso comercio que alardeaba con cantos de sirena de las premoniciones del implacable juego del mercado. En un progresivo agotamiento de la naturaleza, brotó como un fantasma un virus para apaciguar también la algarabía de ruidos de la metrópoli.
La metáfora del cielo denso, que se cierne como bocanada incandescente sobre las luces sombrías de las urbes, asciende con acordes de inciensos que se pierden en la espesa bruma que se difumina en el plomizo horizonte de la gran ciudad.
Y ahora me visto de paciencia infinita, recorro con la suavidad de la brisa todos los rincones de la hasta ahora desconocida vida. Disfruto del amanecer, y en él del cantar de los pájaros en la ventana, de la luz que se filtra como rayos tornasoles para avisar que ya es de madrugada. Descubrí el verdadero equilibrio en la finura del pico del colibrí una vez que reposó en una exótica catleya. Advertí el verde intenso y frondoso de los árboles que sostenían los destellos del sol. Vi entre nube y nube un horizonte de gaviotas que piloteaban un viaje con rumbo desconocido. Reconocer en el olor de la lluvia la constancia infinita de las gotas al caer y diluirse en el pavimento, y perder la sensación de desosiego del imperioso tiempo: son sensaciones que me redimen de las afugias y me emplazan en el instante que vivo. Saboreo un café con la tranquilidad que ofrece este confinamiento, mientras escucho la música del silencio como canto de epifanías que auguran una nueva estación.
13 julio, 2020 en 12:25 pm
Bella manera de escribir una realidad de muchos por estos días, con la elegancia de nuestra lengua y de quien la domina a la perfección. Me encantó Efluvios del Ahora. 💖💖
13 julio, 2020 en 12:34 pm
Gracias por su valoración tan positiva, que hemos transmitido a la autora del texto.