La gestión del coronavirus por parte de algunos Gobiernos despierta desconfianzas y susceptibilidades, ante la evidencia de improvisaciones, decisiones erráticas y actuaciones manifiestamente mejorables. El Gobierno de España no constituye una excepción: las líneas que siguen lo revelan de modo más que elocuente.
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En España se nos ocurrió nombrar como ministro de Sanidad a un filósofo. El balance de unos cuantos meses de gestión es concluyente: váyase, señor Illa, y deje los asuntos de sanidad pública a gente que entienda.
Por si no bastaran los errores acumulados por el inicial rechazo al uso de mascarillas, la compra de tests de detección del coronavirus defectuosos, de mascarillas que, adquiridas en China (cuando se enteró de que eran necesarias), se descubrió que eran inoperantes, se le ocurrió que la mejor opción para el progresivo desconfinamiento de los niños era autorizar que acompañaran a sus padres a supermercados y farmacias: justo los espacios en que con mayor facilidad se propaga el virus.
Al cabo de las horas, y ante la apabullante reacción de todos los grupos políticos y de todos los estamentos profesionales y sociales y del rechazo de la ciudadanía, expresado a través de las redes sociales, ha rectificado parcialmente la insensata propuesta.
Se desprende de todo esto la evidencia de que Illa no reúne condiciones para un puesto de tan tremenda responsabilidad en los tiempos excepcionales que vivimos. Señor Illa, regrese a La Roca del Vallés, sea feliz y no se meta en camisas de once varas, por muchos servicios que haya prestado al presidente de Gobierno en su lidia con los independentistas catalanes.
Si nos atenemos sólo al caso de España, quizá nos sorprendamos al encontrar a tanto inútil instalado en puestos que requieren una sólida preparación profesional. Ojalá aprendamos la lección que nos da Illa sin proponérselo, y prediquemos con el ejemplo a otros países hermanos, donde esas prácticas son aún más descaradas e insensatas: el reparto de responsabilidades en ministerios y altos cargos no es equiparable al reparto de la tarta, en función de los compromisos adquiridos por el partido que ganó unas elecciones.
Si no fuera porque nos sale muy caro, podríamos recomendar que se acomodara a los tontos útiles en las Cortes, siempre y cuando se limiten a votar lo que les indiquen, procurando no equivocarse de botón. Pero de ahí a permitir que se entretengan poniendo en riesgo la vida de millones de ciudadanos va un pasito.