Al incluir este artículo en nuestro blog, asumimos la tesis expuesta por su autor: tristemente, en Ecuador hay que silenciar los méritos académicos para no causar daño a los maestros dignos de tal nombre: la envidia y los celos que suscitaría la publicidad de su valía acabarían por hacerles imposible la vida. Éste es el ambiente miserable que se respira en la universidad ecuatoriana, salvo honrosísimas excepciones: no nos engañemos. Sólo un rearme moral es susceptible de limpiar tanta basura, sin que sirvan de nada controles, evaluaciones u otros inventos deleznables ideados por burócratas sin alma.
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A propósito de un artículo en el que desnudé, parcialmente, la escabrosa realidad subyacente a delincuentes, mediocres y truchimanes que se disfrazan de catedráticos, un atento lector me exhortó a que dedicara, así mismo, unas palabras a los maestros de excelencia, esos que no precisan publicidad, exageraciones, autobombos, mentiras ni alharacas para desarrollar su trabajo y dejar huellas de sapiencia y buen proceder en sus más receptivos discípulos: dentro y fuera del país los hay, qué duda cabe; me honro en conocer a muchos de ellos, en algunos casos me honro también en contar con su amistad, su consejo o la lectura de sus libros y producciones científicas. Reduciendo la escala de observación, sin embargo, resulta conflictivo proponer homenajes o reconocimientos públicos, y no porque en nuestro país carezcamos de maestras o maestros que los merezcan, cuanto por los peligros que, según una sentencia con valor de axioma, supone tener la razón en un medio en el que reina la injusticia.
Con cuánto entusiasmo, y en honor a sus virtudes y derechos, quisiera destacar los nombres, apellidos, obras y ejecutorias de catedráticos de excelencia, catedráticos que, sin ser legión, nos devuelven la esperanza; paradójicamente, al pronunciarme desde las entrañas de una sociedad de inteligencia fracasada, –que sistemáticamente conspira contra las posibilidades de las inteligencias privadas (José Antonio Marina)–, sé que con el más leve elogio público no lograría más que hacerles un irreversible daño: si son docentes ocasionales, al rato verán suspendida la renovación de sus contratos; si son docentes de nombramiento, inmediatamente habrán de exacerbarse los acosos y ataques, explícitos o larvados, con que sus entornos laborales, crónicamente tóxicos, reaccionan ante el mérito de buena ley; en una sociedad como la nuestra, –que mata a sus profetas–, el talento estorba, la calidad incomoda, el potencial ajeno fastidia… Como que las ruines ambiciones, inocultables envidias, risibles vanidades e infames granjerías de la mediocridad reinante, encarnada en mangajos y sinvergüenzas aferrados a roles docentes y administrativos, precisan de un escenario que no solo esté purgado de voces críticas y disidentes, sino también de excelencia; se llenarán las fauces de exaltaciones institucionales, o simularán reconocer el mérito del otro distribuyendo esquelitas laudatorias en pública ceremonia, pero se cuidarán, eso sí, de dar visibilidad al mérito bien habido, aquel que representa un “peligro”, aquel al que sistemáticamente se margina de foros académicos, contratos, concursos o nombramientos, instancias que, desde tiempo atrás, no estarán amarradas más que a los nefandos fines de retribuir pagos o aportes de campaña, favores carnales, o hacerse de respaldos políticos que, en el fondo, no pasan de ser inmundas cadenas de confabulación y complicidad entre mediocres, serviles y delincuentes.
Qué pena, qué vergüenza, qué asco… pero por tales cauces es que va nuestra realidad docente y administrativa, que lo diga, si no es así, la ausencia de las más ínfimas menciones institucionales en registros y evaluaciones internacionales que, más allá de su humana factura, sintetizan los logros y la calidad de universidades y entes afines a nivel latinoamericano, no se diga mundial. Consciente estoy de que no caben las generalizaciones, pero también, y muy a mi pesar, de que no existe la menor voluntad política para cambiar tan degradante status quo; poco cabe esperar, en consecuencia, en pro de nuestra educación superior, que mientras en las instancias administrativas, –llámense rectorados, decanatos o direcciones de carrera,– prevalezca la entronización, –óigase bien–, de delincuentes, simuladores y plagiadores de propiedad intelectual, falsificadores de sellos y documentos, defraudadores de la fe pública, acaparadores y ocultadores de información, ejecutores de venganzas y persecuciones en contra del crítico y el disidente, arrastrados lameculos y encubridores de maltratos, acosos, y otras formas de delito, nuestra educación superior no pasará de ser ese vuelo gallináceo en el que ningún observador honrado cree.