Desde hace poco más de un año resido en un pequeño pueblo de la Axarquía de Málaga. Esa prolongada estancia, que deseo definitiva, me ha ayudado a comprender aspectos notables de la mentalidad de muchos de mis vecinos, gente sencilla y noble, la mayoría ligados todavía a trabajos agrícolas gracias a la bonanza del cultivo de algunas frutas tropicales.
Lejos de los enredos y de las complicaciones de las ciudades grandes, la vida en pueblos pequeños gira en torno a relaciones no metamorfoseadas por la hipocresía o por las exigencias sociales, y no resulta difícil para un analista mínimamente avispado adentrarse en las grandezas y las miserias de personas que no necesitan ocultarse en apariencias: mucho más llamativas las primeras, sobre todo en la vertiente solidaria y en las cercanías afectivas.
Aquí saltan a la vista la alegría de la gente, el cariño hacia los niños pequeños, la sencillez y el candor de las ancianas, la espontaneidad y la sencillez con que compartimos lo que cada uno tiene, sea poco o mucho. Y también se advierten con mayor nitidez las hostilidades personales o familiares, muchas veces heredadas, y azuzadas en la mayoría de los casos por el virus de la política: confrontaciones que, por lo general, se resuelven mediante el recurso a expresiones verbales o gestuales contundentes o, en casos extremos, ante la administración de justicia.
Pero sí es perceptible un fondo de violencia soterrada que condiciona muchos modos de sentir y de expresarse; que marca también aspectos importantes de la convivencia en las familias y en los centros escolares, y que aflora también en los actos vandálicos protagonizados por adolescentes desarraigados.
Indagar en ese sustrato constituye un reto para el investigador social que, por fuerza, ha de echar mano de la historia. Los textos que seguirán en entradas sucesivas constituyen un avance provisional de las observaciones practicadas en el curso de los últimos doce meses.
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