Érase una vez un rector que, despojado de su antaña sotana negra camuflada, se lanzaba a la conquista de nuevos espacios, financiado por fondos comunitarios –cuyos aportes en alguna anualidad rozaba los 60.000 dólares y a los que habría que sumar otras cantidades de campañas anteriores– con los que afrontaba sus diversas expediciones a tierras lejanas (en first class, por supuesto), además, de sus cabalgadas internas. Eso sí, todo estaba justificado religiosamente ante el poder republicano, por padecer de ‘ciertos’ dolores de espalda; aunque esas incómodas molestias lumbares eran plenamente compatibles con su práctica cotidiana de ejercitación física y su activa participación en pruebas atléticas de resistencia (5-K, 10-K y las que fueran necesarias). A esos suculentos expendios se añadían los ocasionados (desplazamientos, posadas y manutención) por su ‘comitiva clerical heterodoxa’.
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