Al publicar estos versos del nuevo Premio Cervantes, no puedo dejar de reflexionar sobre los imperativos de la condición de viejo, a la que se accede en España técnicamente cuando se han cumplido los 65 años. La vejez nos enfrenta a contemplar el tiempo perdido y a asomarnos a la propia existencia desde el convencimiento de que “la guerra ha terminado”, porque “ser viejo es una especie de posguerra”.
Por eso cuesta evitar una sonrisa burlona cuando contemplamos el espectáculo de los jóvenes ‘trepas’, arribistas empeñados en escalar en la escala profesional, en el mundo de la política o de la empresa, en los ámbitos universitarios, desconocedores quizá de que, como enseñó otro grandísimo poeta, “todo pasa y todo queda”.
Y, para terminar esta brevísima presentación, diré que me han impresionado profundamente estas palabras de Margarit dirigidas a un periodista de El Mundo que lo entrevistaba: “Somos un país para andarnos con mucho cuidado. Me moriré con este miedo y para combatirlo sólo puedo intentar amar”.
El amor regresa a la escena como única vía que posibilita la convivencia.
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Entre las sombras de los gallos
y los perros de patios y corrales
de Sanaüja, se abre un agujero
que se llena con tiempo perdido y lluvia sucia
cuando los niños van hacia la muerte.
Ser viejo es una especie de posguerra.
Sentados a la mesa en la cocina,
limpiando las lentejas
en los anocheceres de brasero,
veo a los que me amaron.
Tan pobres que al final de aquella guerra
tuvieron que vender el miserable
viñedo y aquel frío caserón.
Ser viejo es que la guerra ha terminado.
Es saber dónde están los refugios, hoy inútiles.